Capítulo 24

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El vigor del amor en el momento indicado podía transformarse en una celebración de euforia y felicidad. Solarte estaba comenzando una ruta de auto aprobación mientras se guiaba a través de pensamientos bondadosos, firmes y concienzudos. Quería reparar varios eslabones perdidos de su vida porque creía que la ocasión era idónea para recuperarse y volver a ser un hombre de alto valor. Primero empezó su travesía en el hospital.

Una vez dentro, descubrió que don Salvador le esperaba desde hacía tiempo, imaginándose que ya era un hombre aberrado a la soledad de término completo, pero se le apareció su hijo como la decoración de un centro de mesa, abierto para el diálogo, y fundado para resarcir su empobrecida imagen tanto a familiares como a extraños.

Minutos atrás, Solarte había sido amable en extremo con el personal del hospital, mejorando su trato verbal hacia ellos y glorificando su trabajo como el núcleo de la sociedad. Aprovechando varias de sus posesiones relegadas, proporcionó regalos a los conserjes y al personal de cocina. También admitió con mucha dureza hacia sí mismo, que se había equivocado con los médicos, incluso haciéndolo frente a la doctora que amenazó. Se tramitó golpes de pecho en un triste semblante.

—Te ves diferente, ¿quién te suministró tanta alegría? —le preguntó don Salvador que estaba lúcido y aún recostado en su cama de cuidados. Tenía color y se veía reparado, pero con menos peso y los ojos hundidos, aunque los tenía brillantes.

—Una mujer... Ella ha sido muy buena conmigo... —bajó la mirada como si estuviera apenado por responder, no pretendía decirle que había sido devuelto a la vida por el gran favor del amor triunfal.

—¿Lo ves? Lo sabía, te hacía falta mujer —señaló sonriente, y entre risas, acotó—: Los hombres somos patéticos, no podemos vivir sin las mujeres.

—No deberías decir esas cosas —puntualizó con el dedo índice—, el amor vale la pena y nos hace mejores. De momento, no sé hasta qué punto se encuentra su valor, pero tiene particularidades muy interesantes.

—Lo único que es interesante y particular en lo que conozco, es que moriré muy pronto —dijo nervioso, como no le había visto—: Y me entristece saber que nunca conocí el amor... —Don Salvador acentuaba con melancolía sus remates, Solarte no lo percibió, pero lo llevó a prueba.

—Todavía tienes tiempo, puedes amarte a ti o buscarte una enfermera aquí. Se quedarán contigo apenas conozcan tu sentido del humor.

—¿Quién puede querer a un viejo moribundo sin riqueza ni valor? No pidas imposibles, nadie en su sano juicio lucharía por un canalla.

—El amor es impredecible. Todo puede pasar.

—Estás muy amable conmigo, definitivamente has cambiado —dijo áspero y a la vez contento mientras tosía dos veces—. Pero qué bueno que estés de este modo, podría irme ahora y ser feliz de haber dejado a alguien con un futuro prometedor.

—Así es padre, has hecho un gran trabajo.

Don Salvador empequeñeció sus ojos al punto de parecer un ser detectivesco, pero vio a su hijo y entendió lo que le sucedía con una facilidad de chiste, luego respiró con calma y selló los ojos sin preocupación porque supo que Solarte estaba enamorado. Don Salvador sabía que enamorarse era una droga muchísimo más fuerte que el sexo, pues atrapaba a las almas y las despedazaba más que la misma carne. Y siendo de ese modo, pidió desde el corazón que su hijo aprovechara al máximo aquella fuente de infinita gracia, porque entendía que no le duraría para siempre.

Una llamada imprevista le vino de pronto a Solarte, un escalofrío lo sobrecogió con ímpetu y contestó imaginando quién era. Se fue al rincón de la habitación para conversar, entretanto su padre abría de nuevo los ojos y no se los quitaba de encima.

El caótico arte de amar demasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora