Capítulo 10

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Otro mes de altibajos y total desconocimiento de la alegría avanzaban sobre Solarte como una estampida de genuino merecimiento, pues creía en lo limitada de sus observaciones, que lo que le ocurría era producto de la maldición del linaje, o que tal vez, había destrozado a un corazón que todavía no conocía, y pagaba con el sufrimiento de su estupor triste hasta aquellos compases.

A pesar de ello, Solarte procuraba desvanecerse en su poderosa soledad, entregándose a los dones del placer consensuado hacia sí mismo. Había desistido de prostíbulos al verse impotente y burlesco, tampoco hablaba con mujeres y ahora las veía como un tesoro de ajena dimensión. Ya no preveía al mundo con claridad y estaba atrapado en una cárcel que llevaba su propia carne. Menos se había apegado a su enfermo padre en el hospital, pues dormía uno de cada tres días allí, y el resto lo hacía en la entrada de una floristería que cerraba temprano y tenía un toldo ovalado que, le ayudaba a sentirse protegido de la lluvia y los malestares del sereno.

Solarte se había graduado como habitante de calle sin saberlo, porque dormía en la acera con una cobija de cama matrimonial y, para evitarse ser reconocido, con más improvisación que sensatez, resguardaba su rostro con una bufanda y gorro que eran tan estorbosos, que le tapaban toda la cara solo dejándole un pliego libre entre los párpados.

En aquella noche, a la intemperie de la fría madrugada, empezó a sentir pasos ásperos y oscilantes. Eran varios hombres trajeados de autoridad. Solarte se incorporó hacia un lado, y se sentó en el pavimento a la espera de una nueva revisión. Cada cinco noches los uniformados venían al barrio y sus alrededores para asegurarse de que todo estuviera en regla. Eran encargados de la seguridad de los establecimientos al aire libre, evitando los robos y hurtos a la mercadería de los comerciantes. Pasaron como siempre, pero antes de irse, uno de ellos enfatizó en Solarte, que tenía ojos de pez muerto y apestaba a baño de terminal.

—¡Oiga usted! ¿¡Qué hace aquí!? ¡Fuera! —se acercó el vigilante a los gritos con una violencia de mastodonte, y empezó a patearlo con las botas aceradas directo hacia las costillas. Solo le alcanzó para protegerse de la cabeza y así no recibir más querellas, pero no era suficiente. A Solarte lo estaban lacerando.

Hasta que, en menos de nada, se le asomó un ángel salvador al rescate, vestido de atractivo placer y dulzura.

—¡Deténgase! ¡No lo golpee! —vociferó de histeria aquella mujer con aspecto de lirio cuidado y resplandeciente.

—¡Disculpe señorita! ¡Pero no debería estar aquí! ¡Es un establecimiento privado y no puede! —expresó serio y parado de puntillas, con el pecho erguido.

—¡Es un cliente! ¡Déjelo ser feliz con su soledad! ¡Suficiente tiene con el estado en que se encuentra! ¡Deje que la muerte sepa qué hacer con él!

A Solarte no le reanimaron esas palabras, por el contrario, le indignaron severamente. Al escucharla, volvió con avidez a sus cabales y volteó a observarla. Quedó eclipsado ante su gran belleza. Era una mujer de un brillo inigualable y proporciones más que perfectas. Alta de piernas curvilíneas y extensas, sumado a un postrero que daba gusto. Su cabello era largo hasta debajo de la cintura y su rostro era exótico, aunque borroso por el afán de Solarte al haber despertado con desarreglo. Pero ni eso le impidió sentir deseos pecaminosos sobre aquel cuerpo paradisíaco de voz melodiosa.

—Le haré caso esta vez doña Lorena, pero no quiero esto por aquí nuevamente. ¿Entendido?

Ella aceptó picándole el ojo al vigilante que, timorato e invariable, desapareció por el canal estrecho del andén hacia una calle aledaña, dispuesto para volver al encuentro con sus compañeros.

Pronto, la exuberante y apoderada mujer se arrimó al lado de Solarte. Omitió el mal olor que retenía con gracia y agachó su postura para representarlo con cordialidad. Y sin ser creedora de blasfemias y desagrados, platicó en confianza:

El caótico arte de amar demasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora