Capítulo 3

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Al día siguiente, Solarte había preparado el comienzo de una rutina para el recuerdo. Se levantó antes de que saliera el alba, se alisó los cabellos encrespados, afeitó su barbilla con prestancia y se dio una ducha de un cuarto de hora en silencio, pero con sonidos triunfales de imaginación en la cabeza.

Cuando salió en toalla, miró hacia el gran ventanal y observó al cielo en una agraciada lucidez. El firmamento tanteaba el inicio de un amanecer luminoso y certero, desfilaban gorriones hacia la ciudad y se devolvían otros pajarillos de los bosques para hacer sonar los elegantes techos de palmas y bahareques.

Se vistió con un abrigo negro, pantalón de gabardina y unos mocasines brillosos y reposados. En su cartera tenía el dinero cabal para viajar en bus hacia el hospital, y de ahí, dirigirse a la oficina. Quería ver el planeta y sus alrededores, sentir el aire contaminado de la calle, la humareda de autos, y analizar cómo la sociedad seguía funcionando sin un contador desequilibrado. James le esperaba entusiasmado en la sala.

Al salir de la habitación, sintió que dejó el espíritu de la desolación, cambiándolo por un convencimiento indestructible, en un descuido observó que sus uñas estaban asquerosas y supo que era lo único que le faltaba para estar recompuesto.

—¿Tienes cortaúñas? —le dijo animado.

—Llevas un mes encerrado sin hablar con nadie, apenas te bañaste y tu primera interacción con el exterior... ¿Es pedirme eso?

—Entonces, ¿esperas que salga así? —le enseñó los dedos atiborrados de cuerpos acerados y nacientes de sus cutículas. James sintió la inmediata repulsión de un gato ante el agua.

—Está en el armario del pasillo, en el segundo cajón.

(...)

En su esperado encuentro con la sociedad y sus derivados, Solarte se sintió un joven novicio que apenas reconocía el lugar que transitaría hasta el último día. Su cuerpo le pesaba como octogenario y el aire de las afueras aún era invasivo para sus pulmones. Tenía deseos de llorar, pero se lo guardaba como una moneda al bolsillo. Observó con sus grandes y fragmentados ojos de descansado, las calles de la ciudad, que resplandecían a pesar de ser una estación grisácea y descolorida, porque la hermosura del día había cambiado en segundos por arte de la desgracia. Las personas caminaban afanadas de arriba abajo para encontrar un destino y el desorden de los autos ejemplificaba la modernidad, y el exceso de ellos, en una intrascendencia futura.

Solarte, tomó el transporte que pudo, y lo dejó a tres cuadras de su parada. Se le había olvidado que las calles aledañas al hospital eran muy similares, y de alguna forma menos que notoria, se había vuelto más distraído y soso. Su hábil concentración era un cuento pasado.

En aquel lugar de paredes blancas y vidas a término medio, le esperaba su magnífico padre: Salvador Solarte.

Era un hombre de setenta y tantos años, divorciado y miserable que vivía como un enfermo terminal en una habitación exclusiva para médicos experimentales y pacientes cercanos al viaje de la eternidad. Sufría de una enfermedad que todavía no tenía la fuerza necesaria para acabarlo, pero tampoco para sanarle. Vivía postrado en una cama con medicamentos salinos, infusiones de jengibre y un recordatorio de mortalidad. Retenía una sorprendente estabilidad para su condición, y sumado a ello, dormía como bebé de cuna privilegiada.

Al entrar, Solarte siempre solía asirse en un cojín con forma de mueble que yacía a un costado y se trastornaba a la mudez más serena e impecable. Sin embargo, su padre, en medio de aquella paz ensordecedora, lo atrapaba como un gallo que podía agarrarse con solemnidad.

—¡Bienvenido al club! ¡Al fin eres igual de imbécil que tu padre! —expresó triunfal y sarcástico, Solarte le observó callado e impasible. Don Salvador todavía no abría los ojos para verle y ya hablaba como un bravucón.

El ambiente, rápidamente se pesó con ardor, y al padre no le quedó de otra que seguir con su recital de escarmiento:

» Bien, ahora que he visto como la vida te ha entregado el trato kármico. Te apoyaré en mi deber de psicólogo paternal.

Solarte, al escucharlo, se puso de histérico como mal perdedor y comenzó a respirar con forzados síntomas de rabieta, quiso responder, pero se volvió al silencio. De la nariz, le salía vapor de fuego y amargura extrema.

» Veo que no te gustó... Lo lamento por eso. ¿Cómo te fue este mes?

Solarte le observó a los ojos, moribundo y disgregado, su mirada era la firma final de la tristeza. Su padre, al igual que James, entendió que su hijo estaba sumergido en un dolor que podía desencadenar la catástrofe de una existencia sin razón de ser.

» Mírame ahora... En este mes tampoco me dieron buenas noticias, ahora hablan de meses, yo les dije que me dijeran la verdad desde un comienzo, pero parece que me quedaré aquí hasta morirme —expresó serio y poco preocupado, intentando lavarse la cara—, no tienes hermanos, ese amigo James es alguien bueno y ahora tú... ya sabes. Terminaste como yo... y no quería pensar que...

—Deja de hablar —respondió seco y con firmeza—, moriré solo como tú, ya lo sé... es la herencia. Mendel tenía razón. Deberías estar orgulloso. Soy igual que el gran Salvador —dijo mordaz y con tonta amabilidad de hijo único.

—Pero tú no fuiste infiel... yo sí —tragó saliva y cerró los párpados varias veces por incomodidad. Su hijo era impredecible, pero a pesar de todo, le quería. El afecto entre ambos, lejos de ser amoroso, parecía más a un esfuerzo de amistad casi rota.

—¿Qué crees que pensaría mamá ahora? —le preguntó con deseos de saber una buena respuesta.

—¿¡Qué voy a saber yo!? Claudia hace años debe estar odiándome en el cielo, buscando la manera de decirle a Dios que funde otro infierno para mí por la forma que la traté.

—Ella siempre te amó, tú solo fuiste el mismo maldito de siempre. No tienes por qué expresarte así. Ella jamás haría eso...

Don Salvador bajó su mirada y se puso melancólico, doña Claudia había muerto años atrás por insuficiencia cardiaca y nunca había superado el lamento de la traición que sufrió en manos de su amado esposo. Ella, le había dicho a Solarte que cuidara de su padre si algún día estaba cercano a la muerte, y Solarte, cumplía como buen hijo a pesar de odiar en secreto a su progenitor.

—¿Qué harás ahora? ¿Te quedarás viéndome hasta que me vaya?

—No, tengo mejores cosas que hacer... Iré al bufete y resolveré algunas cosas pendientes. ¿Cómo te están tratando aquí?

—Demasiado bien para lo que merezco, me sorprende la habilidad de estas muchachas, tan hermosas y solteras, creo que podrías...

—No quieras arreglarlo todo, recuerda que estás aquí. No me interesan tus soluciones —le replicó obstinado, había tenido suficiente de chácharas.

—Sé que no escucharás lo que te digo, pero... trata de estar solo un tiempo, eso es lo principal ahora. No te vayas a buscar una mujer ahora, todavía no, ten la madurez para pasar por esto.

—¿Ahora qué eres? ¿Un consejero inválido? ¡Déjate de estupideces, haré lo que me venga!

Solarte se regresó por donde vino y cerró la puerta con la acumulación de sus frustraciones, Don Salvador le observó sin pena ni gloria. A Solarte le hería en el ego que su padre fuera una contradicción andante, pues a ratos era comprensivo y samaritano, y al siguiente, un patán reformado también dispuesto a transformarse en un cretino de categoría.

No obstante, en el abismo de estiércol mental en que se hallaba, atesoró el consejo con valía y lo guardó en el fondo de su corazón. Creía en lo mismo de no poder sustituir las vivencias de años, sumergido en mujeres fáciles o interesadas, en medio de espacios acartonados y deleznables. Solarte, se puso en blanco y creyó adquirir sabiduría, pero sonrió inexplicablemente al hallarse cerca del bufete y, con prontitud, se encomendó a una voluntad tóxica, algo masoquista. Había perdido la razón en un parpadeo: deseaba chocarse de frente con una resolución carnal, porque quería darse placeres cuanto antes. 

El caótico arte de amar demasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora