Capítulo 20

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La noche se prolongó después con una conversación intrascendente (sin llegar a ser aburrida e incómoda), llena de datos que eran frívolos y carentes de valoración, sin embargo, cuando Jazmín respondía las inquietudes, en Solarte, cada vez nacía el encuentro de una nueva observación hacia ella sobre su personalidad, apariencia y energía. No podía ocultarlo, Jazmín llamaba demasiado su atención. Habían perdido la noche desaprovechando los latidos de sus corazones, pero sus miradas decían más que las palabras.

—Creo que es hora para descansar... Ha sido buena charla. Con tu permiso, me retiro —dijo Jazmín, loable y muy distante a profesar lo que su alma le pedía con insistencia, por el gran infortunio de ser una reina de la indecisión.

—Ha sido un placer, gracias por salvar mi noche. Estaré toda la vida agradecido contigo —dijo Solarte sin ganas de ocultar su buena vibra, lamentando profundamente que todo acabara.

—Ya sabes qué hacer mañana, tienes el baño y demás espacios a tu disposición, espero de corazón que descanses y repongas fuerzas. Recuerda que puedes volver cuando desees.

—Muchas gracias. Eres muy amable.

Antes de irse a dormir, Jazmín fue a la cocina para ultimar cosas que Solarte no podía descubrir, y cuando acabó, se regresó a su cuarto para iniciar con su descanso. Lo miró de reojo sin que se diera cuenta y finalmente cerró la puerta con pasividad.

Apenas había pasado un minuto, y a Solarte le entró un desasosiego muy alarmante. Había notado que algo había cambiado en comparación de la otra noche.

«¿Será que se le habrá olvidado? Pero... ella debe saber que estoy aquí, ¿O acaso ella...? No, eso es imposible. Por Dios, sería lo último que pasaría aquí. De ninguna manera, no hay forma de que suceda».

Solarte entendió que Jazmín no le había añadido el cerrojo a la puerta. Era algo muy evidente y revelador en la cabeza de Solarte, pues si algo le quedó claro la anterior noche, era que Jazmín, como cualquier mujer, protegía su privacidad mediante la seguridad. Pero aquel hecho podía significar dos cosas: que tenía confianza en él, o que tal vez aguardaba que solicitara a la puerta.

Solarte se esperó cinco minutos para ver si era cierto, y lo fue en certidumbre, no había ninguna equivocación. Jazmín lo hizo sin pena ni remordimiento.

Ahora, la razón de Solarte era un mar de turbaciones que discernía un montón de posibilidades que no llevaban a ninguna parte. Se sintió frustrado, reconociendo que no retenía la brillantez que le caracterizaba, porque se había demacrado con severidad. El divorcio lo había condenado al gris perpetuo.

No obstante, una fuerza mayor le ordenaba con insistencia que debía hacerlo sin reniego, ya que estaba en buenas facultades y contenía el dominio idóneo para ser certero, además, era su oportunidad para salir de dudas y cumplimentar lo que tanto le discurría en la órbita del corazón.

Solarte se abalanzó hacia la puerta, ni siquiera dio un respiro cuando ya estaba en frente, y sin temblarle el pulso, dispuso de sus dedos estirados para llamar. Segundos después, tanteó que estaba ido por lo que estaba concibiendo. Y cuando iba a revelar la petición con una excusa o banalidad, Jazmín le respondió seca:

—Avanza.

Luego de abrirla, Solarte observó que la puerta ni siquiera se había cerrado porque solo estuvo a centímetros de hacerlo. Eso fue una indicación muy notoria que Solarte nunca olvidaría luego. Y justo en diagonal, con el marco de la cama hacia el otro extremo de la habitación, estaba sentada Jazmín mientras echaba vista al suelo y se tocaba los codos con las manos por el nerviosismo. Estaba vulnerable y enfrascada en una apariencia que parecía irreconocible. Era la tristeza en persona, sin embargo, su poca luz era un filtro que la hacía observar corriente.

» Ven, te puedes sentar a mi lado si quieres. No tengo mucho espacio, pero al menos sirve para crear un lado.

Solarte, tembloroso y retraído, sin decir una sola palabra, fue a parar al costado de Jazmín, sentado también en la cama y con una mirada menos que baja, viendo hacia los alrededores con descuido e intriga.

El ambiente entre ambos, indiferente a profesarse hostil, concibió un armonioso matiz, similar a la calidez de una sala con chimenea propia. No se expresaron nada por vastos minutos, la tensión entre los dos estaba en aumento, y pronto comenzaría a resaltar mucho más, luego de atenerse a la interesante propuesta de conservar el silencio mediante el descubrimiento de parecer sabios e inteligentes.

Al rato, Jazmín, algo distraída y abrumada por la intervención de muchas cosas al tiempo, se enteró por el mensaje directo de su corazón que, Solarte, nuevamente la dejaría colgada con el fastidio de ser plantada, como una bujía que se cansaba de ejecutar todas las disposiciones. Pero en contra de lo esperado, Solarte antepuso lo establecido desde siempre para afirmarse en una postura inverosímil.

—¿Por qué estás tan triste? Lo puedo sentir. Te pareces a mí, y eso antes de asustarme... me sorprende —le dijo, sin voltear siquiera, pero con el ímpetu de querer un acercamiento.

—Todos buscamos amor, y yo lo deseo con fuerza, pero solo consigo desolación... ¿Conoces cómo...? Bueno, dudo también que seas un afortunado en el amor, ya que eres tan solitario como soy...

El pecho de Solarte iba a estallar, tenía la respuesta indicada a esa mujer que le reclamaba amor a borbotones, porque se pedían afectos como desprovistos, y se necesitaban en ese momento con una fuerza casi animal, y lo era tanta, que no podía calcularse entre la mínima división de sus separaciones. Solarte declamó una especie de mensaje tosco que fue imperceptible, pero Jazmín no quiso dejar espacio para la vacilación.

—¿Qué dijiste?

—Que podríamos dejar de ser solitarios, es cuestión de decidir hacernos el bien —afirmó con talante de caballero, apenas dando un pequeño crédito a sus palabras. Solarte giró para observar a Jazmín, que también había volteado hacia él. Colisionaron sus miradas con la violencia de ceñirse a una posibilidad impensada. Jazmín respiró con apresuramiento ante su incapacidad de resolver el suplicio de un corazón herido. Pero Solarte la besó, y cerraron sus ojos como prófugos de la justicia de un verso correspondido por primera vez.

Se tornó en el acto un trazado sin pudor, sin arrepentimientos ni transgresiones a lo moral, porque ambos se concertaban en una fundición que tenía los aspectos definidos. Fueron avanzando en el terreno de lo desconocido, donde podían quemarse fácilmente por calzar una piedra escaldada, o endulzarse del incontenible manantial que reservaba la pasión imprevista.

Solarte, con el volcamiento pleno hacia el cuerpo de Jazmín, hizo una última valoración de aquel templo de proporciones diferentes. Jazmín no tenía un despampanante cuerpo de golosina que se elevaba hasta el hartazgo de la fantasía, más bien parecía a un dulce pequeño, que bien podía ser adictivo, vehemente y apocado a la irreversible condición de sentirse impregnado de un amor fragante.

Jazmín también observó a ese hombre que pedía lo que ella sabía que necesitaba, y aunque sus tiempos no eran del ayer ni del ahora, ambos afanaron al futuro para encontrarse en ese preciso instante, donde se arriesgaron como locos que podían escaparse de un manicomio con todas las puertas selladas.

Sin embargo, en medio del éxtasis y la agitación de sus cuerpos y demás prendas de poca estimación, revivió la imprudencia de un llamamiento que producía lapsos de consumación en la pobre y enardecida carne de Solarte. Su virilidad, su fuente de ardor, era completamente inútil, porque no podía detener aquel torrente desbordado, colmado hasta rebosar, de la maldición del hombre desvariado.

Y justo antes de detenerse, creyéndose un oprimido al placer para siempre, entre lo extinto, prohibido e inaccesible, se le apareció Jazmín como un milagro que supo leer entre líneas el desorden mental y físico del corazón de Solarte. Al segundo, logró contenerse contra todo pronóstico, se frenó en seco y evitó la realización de la ruina.

Ambos estaban trajeados y acostados, pero bañados en los sudores de la pasión y la efusividad, pronto Jazmín tocó el pecho de Solarte y le dio una sonrisa de entendimiento, sabiendo a qué clase de monstruo se enfrentaba, porque comprendió lo que vivía como ninguna mujer le había descubierto.

Solarte, como si fuera un arqueólogo que hubo encontrado oro en medio de baratijas, le devolvió la sonrisa con una sensación de llenura en el corazón, y una felicidad que le teñía el alma de un color que no podía describirse con facilidad.

El caótico arte de amar demasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora