Capítulo 37

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Solarte salió temprano de casa sin desayunar ni comer nada desde el día anterior, porque había odiado todo lo relacionado a Jazmín. Estaba sin un peso en el bolsillo, nauseabundo en medio de una lluvia farsante, y lunático de amor sin tenerlo, mientras soñaba en lo imposible y unánime. Sus pensamientos eran una incógnita, un completo océano de desconcierto.

Pese a todas sus dificultades, fue de camino al burdel para desquitarse con el mundo como un empresario mezquino que estaba arruinado. Aunque solo iría a ver, ya que no tenía dinero disponible por haber empobrecido las cuentas, de la mano de sus impulsos eróticos. Lo único que le restaba era el teléfono y no lo vendía porque sabía que valía una miseria.

Se sentó como siempre en su lugar favorito, las damas le sonreían afectuosamente mientras esperaban, llegada la noche, que alguna le tocara con el gran Solarte, el cincuentón que estaba creado y bendecido por las llamas del infierno. Sin embargo, Solarte era un hombre que al final siempre fue correcto y puntual, ya que nunca se aprovechó de su condición como invitado de honor para asirse de una cortesana del placer.

Observó también que cerca de la barra estaba la exuberante Lorena, que le había picado el ojo con la travesura de los que fueron un momento inolvidable. Solarte no le prestó mucha atención, y se dedicó a ver la función en primera fila. He allí danzaban las damas en un parloteo de sus cuerpos y muslos, meneando sus propiedades deleitosas e infames, y atrayendo al rebosamiento de los hombres para el sitio de la celebración. Solarte veía a la mayoría de los varones y algunos de ellos eran como máquinas para idolatrar a las pieles colgantes, a los órganos vivos y palpitantes, que se extasiaban en la fortuna de estar en un ambiente que sabía brindarles la estimulación que requerían.

No obstante, a Solarte le acorraló una extrañeza al cuerpo y se sintió incómodo, pero no por la falta de dinero, sino porque sentía que ya ese no era su lugar. Y se fue de ahí para no volver a pisar un cuchitril de esos, porque había sido suficiente para él. Solarte y los burdeles, ya no serían más.

(...)

La lluvia se acrecentaba como una tiranía intempestiva, y en la calle, se le aventuró una certeza fugaz: las promesas se rompían más fácil que los corazones. Solarte, como si estuviera repitiéndose en un circuito de nunca acabar, regresó de nuevo al antiguo hogar donde coexistió con su ex esposa. Se pasó por el paraje, vio su morada desde las inmediaciones más contiguas, y algo le removía las entrañas, no podía ni siquiera definirlo. Era asombroso e intrigante.

En medio de aquellas perturbaciones de su sentir, donde se asemejaba más a un loco que a un científico, porque se mojaba como un infeliz, se le asomó el vecino de siempre con la entrega de un paraguas. Le saludó con afecto.

—¡Hombre! ¿Cuándo volverá a su casa? —le preguntó con amabilidad. Solarte no le respondió, recibió la sombrilla y el vecino volvió a conversar.

» Me excuso si he sido un insolente... Pero este aguacero nos absorbe a la melancolía.

—Tranquilo caballero, ha sido amable desde el comienzo. Y respondiendo a su pregunta, no lo sé... Créame que me encantaría saberlo.

Luego de responder, Solarte ideó una manera instantánea para desquitarse de sus malestares, porque quería decirlo todo y explayarse ante la incontable suma de sus desgracias. El vecino se conservó indiferente mientras observaba el inmueble abandonado, y Solarte le reiteró con interés:

—Caballero, sé que es imprudente pedir algo como esto, pero... ¿Desearía escuchar toda mi historia?

(...)

Solarte había sacado las cuentas de la problemática que le caracterizaba, porque en su ejercicio como contador, supo que la psicología de los números era fundamental para la substancia de su vida, y sin dudarlo, tomó la opción más inesperada para darse un tratamiento que le calmara las ansias, mediante el acto de la explicación y el descubrimiento. El vecino de la localidad era el hombre escogido para ese trabajo, y de él dependería lo que haría de ahora en adelante. Solarte quería que le salvara, que le dijera qué hacer, pues estaba atascado en la esquina de un acusado que, aun conociendo las salidas que tenía disponibles, no podía hacerlo por falta de sentencia.

El caótico arte de amar demasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora