Capítulo 26

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Estaban acostados y en medio de un abrazo de amor, Jazmín consolaba a Solarte, acariciándole los cabellos con la fortuna del que es amado. Y con la confianza puesta en el Creador, le aseveró con sentencia:

—La brujería no puede con el amor de Dios, por eso hoy estamos juntos, porque esto que vivimos forma parte de su voluntad.

Solarte le había contado todos los detalles y pormenores de su inesperada visita, y pese a estar más sereno, aún retenía en su cabeza el inminente revoloteo de saber que la muerte le perseguía más que de costumbre. Ningún hombre sería tan fuerte y valiente para enfrentarse a lo desconocido, si no contenía una razón de lucha que fuera justa para su espíritu. Y con la influencia del refrán de saber que dos cabezas podían más que una, Jazmín tuvo una idea brillante.

—Podemos hacer una ofrenda por ese lugar y hacer que sea una casa libre de espíritus, debemos buscar a un sacerdote.

—¿Quién nos puede ayudar?

—Conozco a varios, pero hay uno que le sacó un demonio al tío de una amiga, estuve en su exorcismo y fue increíble. Él dejó la vida de espanto que vivía para nacer en la gloria del Señor. El monasterio donde se mantiene está a media hora de aquí.

—¿Crees que funcionaría? —le dijo Solarte despojándose de mimos, entretanto la veía a sus ojos. Estaba asustado, no quería sucumbir cuando por fin había encontrado un nuevo propósito para seguir.

—Sí, confío firmemente que sí, ya has sufrido lo suficiente como para estar peleando guerras internas. Lo superaremos juntos, te lo prometo —le dijo tomándole de las manos con una sonrisa de lado. Solarte aceptó la ayuda, sabiendo que no había otra alternativa para su caso.

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El sacerdote Franz Redmond era la autoridad más radiante cuando se refería a los caracteres espirituales. Investido de túnica blanca desde hacía cinco años por la Iglesia Capital y aprobado con la bendición del Papa para ejecutar exorcismos y liberar ataduras demoniacas, ahora tenía la tarea de verificar que sucedía en las pesadillas más insondables de Solarte.

Era muy joven, de unos treinta años, prudente y compasivo; como si viviera en un cielo que se había perpetuado en el tiempo. Sin embargo, también era áspero cuando debía serlo, y de ese modo hablaba con Solarte.

—¿Hay posibilidad de ir ahora? Sería bueno hacer una unción de purificación en el domicilio, y también conocer ese libro que escribía su nombre.

—Tengo las llaves, si desea podemos hacerlo, usted tiene la potestad.

—Perfecto hijo, entonces terminaré aquí e iremos juntos —enseñó un semblante de aprobación.

Todo había avanzado muy rápidamente, porque en menos de un día, Solarte ya estaba de nuevo en la casa de su amigo en compañía del sacerdote Franz. Jazmín se había quedado velando la puerta de afuera.

Todo seguía igual con la diferencia de que el aroma en el hogar era ligeramente distinto, Solarte lo notó y Franz percibió el aumento de tensión que provenía de él.

Al entrar a su antigua habitación, observó que la puertecilla seguía abierta tal como la había dejado el día anterior por su escapada. Ambos entraron y se estacionaron donde yacía el mesón, después Solarte se trastornó al punto de abrir los ojos como si fuera la locura personificada.

El fuego se había apagado, la olla gigante no estaba y tampoco el manuscrito de maléfico. Alguien lo había sustraído o cambiado de lugar, el sacerdote le preguntó que ocurría y Solarte solo incrementó sus latidos como un ser abigarrado al peligro.

—No están... Se lo juro, aquí estaban ayer. Alguien los movió.

—¿Quién? —preguntó intrigado, sacando un escapulario y su libro de oraciones que distendía a los espíritus perennes.

Pronto un poderoso zumbido se escuchó a metros de la habitación, y se cerró la puertecilla con una violencia sobrenatural. Franz y Solarte se habían quedado atrapados, envueltos en desconcierto. Luego, al instante, alguien gritó de mala gana:

—¿¡Quién demonios son!? ¿¡Por qué están aquí!? —La voz sonaba desgarrada, con un dolor que podía verse y decantarse fácilmente por la tonalidad de James.

—¡James! ¡Soy yo, Juancho!

—¿Juancho? ¿Eres tú? ¿¡Qué haces en mi casa!?

—¿No dijiste que volverías en una semana? ¿Por qué nos cierras?

—¡Estás muy equivocado, nunca volvería tan tarde a mi casa!

—Estoy intentando ayudarte a resolver lo de Estefanía, fue tu decisión hacer que viniera, porque tú me lo dijiste —Solarte apuntalaba su dedo en la puertecilla, como buscando que sus gestos corporales fueran visibles a través del metal.

—¿Cuándo dije eso? ¿Enloqueciste? ¡Jamás le pediría ayuda a un bastardo como tú! —El tono de James se había transformado con ligereza, estaba mistificado en un sopor de rabia que solo Franz podía descubrir.

—El libro ese que tenía mi nombre, ¿qué significa? ¿Por qué lo moviste de aquí?

—¡Yo nunca movería un libro de ahí!

—¡Abre la maldita puerta! —le gritó Solarte, que estaba obstinado mientras le conglomeraba patadas a la apertura del metal, no se había percatado que no era James el que hablaba.

—¡No les abriré! ¡Se quedarán aquí por intrusos! ¡Malditos!

—¡TE REPRENDO EN EL NOMBRE DEL TODOPODEROSO! ¡DEMONIO INFERNAL! —vociferó Franz con extraordinaria fe y elocuencia de hombre de Dios, y continuó con una repetición de oraciones en voz baja pero efectiva, respondiendo con habilidad a la insolencia del ente diabólico.

La posesión que vivía al interior de James se había movido con brusquedad, dando alaridos de zorro herido entre sonidos guturales e ininteligibles, Solarte pensó que su amigo se había transformado en un ser de otra dimensión, y tocó su pecho alarmado pensando que se le saldría el corazón. Luego, una caída desternillante estremeció el cuarto contiguo, apagando así las voces del averno.

No pasó más de un minuto para que se hiciera un silencio de júbilo y espanto, porque Franz y Solarte, se habían quedado encerrados en la angosta habitación que apenas les permitía estar de pie con dificultad.

Y en el ámbito inaplazable de la estrechez y la ausencia de aire, Solarte empezó a sentirse claustrofóbico a la miserable providencia de la puerta, que estaba sellada y los predestinaba a desfallecer en lo oculto si no venía alguien a su rápido auxilio. Sin embargo, después de dos horas de espera, señales de gente se hacían eco sobre las rejillas de la puertecilla como pinceladas en el óleo. Jazmín se había movido apenas sintió que no salían, buscando a autoridades que le ayudaran en su gran preocupación.

—¡Ayuda! ¡Aquí estamos! —admitió Solarte desesperado mientras el sacerdote Franz reposaba con juicio y sosiego, pues en sus horas de encierro, pidió al Señor por la liberación del hogar, la sanación de las almas contritas y el resguardo de sus vidas para el cumplimiento de su misión.

Abrieron la puertecilla otra hora después, pues estaba adherida de forma inexplicable al marco, y cuando salieron, se encontraron con autoridades de la localidad: eran policías, criminólogos y un forense. Antes hicieron un perímetro alrededor del área de la habitación y cuando salió Jazmín para abrazar a Solarte, él se dio cuenta de que a James lo estaban forrando en tela sobre el tablón del pasillo estrecho.

No era mentira lo que veían sus ojos, James había muerto. 

El caótico arte de amar demasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora