Capítulo 32

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En esa noche, luego de la perpetración del horror, apartada a desencadenar una inminente separación, Jazmín se tomó la declaración con una escandalosa tranquilidad de mujer terca, que hizo menoscabo en el corazón de Solarte. No se lo podía creer, ya que le había tomado poca importancia.

La misma Jazmín, después de escucharle con la mayor claridad del planeta, le dijo que estaba bebido y deliraba de la mentira. Solarte le reiteró de primera mano que era cierto, e incluso le retó a que oliera la fragante emanación de sus vestiduras, porque retenía la pestilencia contrastada del sudor y el perfume barato. Jazmín, haciendo oídos sordos a tales aseveraciones, solo le imploró que se fuera a dormir, pues su modo de esperarlo le había agotado severamente.

Sin embargo, a la hora del descanso, ella oró en secreto a lo alto de los cielos para que le pasara la desazón y congoja de escuchar aquello tan nauseabundo. Era mentira, era una verdadera mentira que pensaba con insistencia. Jazmín había tomado por costumbre hacer apología en Solarte para recibir el favor de Dios, y con eso no se estaba dando cuenta, de que había llegado al punto de confiar más en él, que en el propio Creador.

(...)

Al día siguiente, Solarte, todavía acostado, adiestró sus pensamientos a la coherencia de buscar una situación que le generara la tranquilidad que estaba esperando, pues cada vez decrecía en la sintonía de considerarse un buen hombre. También vio que Jazmín no estaba del otro lado de la cama, y pensó así que se había ido, pues no merecía ser visto ni un minuto más como alguien que fue amado con toda la tónica del corazón.

Pero contra todo pronóstico, Jazmín se le apareció al cuarto con un desayuno inolvidable puesto en una bandeja. Solarte consintió esa acción con pesadumbre, pues era el comienzo de un martirio impalpable que lo azotaba en el alma al ser un perfecto infeliz. Al instante, Jazmín dejó de lado el alimento y se apoyó en la cama, mirando a Solarte con la ternura de la compasión.

—Siempre te acompañaré, siempre estaré ahí —le dijo en reposo. Arrimó una mano y le sobó la mejilla con la yema de los dedos, después se elevó para retirarse.

Solarte guardó el silencio y atesoró su energía de forma escrupulosa, ya que no pretendía prolongar su tormento. Pero de igual forma sabía que no podía boicotearse para siempre, en el fondo, apenas era consciente de que los aspectos positivos de su vida estaban derritiéndose como un helado sin refrigeración.

Y con la incertidumbre de su porvenir grabada en la frente, Solarte brincó la talanquera del hogar para salir a darse un importante respiro. Debía ponerse en orden, configurarse con la presteza de estar ecuánime y sensato. En ese momento, recordó que era tiempo de visitar el bufete y determinar cómo le estaba yendo a Alexis.

El día estaba con un calor sólido, sin contemplaciones, el viento frisaba los suelos y la muchedumbre estaba taciturna, o al menos eso percibía Solarte, pues creía que el mundo estaba hecho solamente para los que sabían cómo vivirlo a pesar de sus desgracias.

Luego de variados minutos, Solarte se presentó de sorpresa con el destino tratado y quedó atónito al instante, enmudecido ante el sobresalto de verse arruinado definitivamente. El bufete, que antes fue un ente oficial de gran envergadura, ahora era un establecimiento huérfano, corroído por una espantosa definición de olvido, y entregado a la venta por un inmueble de ventas de segunda mano.

Solarte accedió con lentitud, detallando cada resquicio de su antigua gloria, reducida en jirones de pintura y montones de partículas esparcidas. No había nada en ese lugar: sus escritorios, cuadros de renombre, mesas de arce y utensilios singulares, todo fue sustraído con un éxito rapaz. Lo que observó lo dejó sin posibilidades y era un desastre que lo vapuleaba a la condenación de la bancarrota. La que siempre temió desde el primer día que se separó.

El caótico arte de amar demasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora