Capítulo 17

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En el comienzo de esa noche vorágine, Solarte se presentó a la decisión bien conocida y de poco provecho para el corazón de los hombres. Alistó sus poquísimos sentimientos con ansias y volvió de regreso al hogar de las mujeres vacías, y al mismo tiempo, también de compañía.

Con los bolsillos repletos de un dinero fatuo, agreste, pero útil, pensó por primera vez en él y ensayó crearse un área de bienestar. Muy remoto a las mujeres de su pasado y propuesto a solventarse con excelentes opciones, Solarte pidió al encargado del club, en peticiones absurdas y caprichosas, a las mejores mujeres de la estancia. Exigía que le bailaran en toda la faz, para así sentir y escoger a la que creía sería la indicada. Solarte quería despojarse sus pantalones cuanto antes, porque estaba listo para pagar lo exorbitante.

(...)

Mujer tras mujer danzaba, de preciosas figuras y con júbilos alegres e inmensos. Mientras la aglomeración de hombres aumentaba, al mismo tiempo, Solarte se deprimía y alborotaba en una tristeza con efectos hostiles, porque nada se le impulsaba desde adentro, ni tampoco se originaba una reacción que fuera la explosión que pedía con vehemencia, estaba impregnado de un repelús inquebrantable que brotaba desde el centro de su ser.

Solarte despilfarraba parte del importante pago del bufete, como si se tratara de las viejas calcomanías de un álbum que ya estaba repleto. Y aunque nada le servía para restituir sus impulsos, y así hallarse con el encuentro de la intimidad, al menos alimentaba la vista y se apaciguaba entre los pechos tibios que le hacían recordar lo que era ser un hombre.

Las mujeres del club lo inquirían aterradas porque no había escogido a nadie en toda la noche, parecía que ninguna le atraía hacia el entusiasmo, porque siempre algo faltaba y lo ratificaba inadmisible. La mayoría eran mujeres deslumbrantes, que cualquiera escogería sin dudar ni hacer uso deliberado del tiempo. Entre lucidez y desconcierto, Solarte quiso largarse y terminar con la faena del desastre. Era suficiente, no había nada que lo salvara de ese trance imposible. Ninguna mujer tenía lo que buscaba, no existía la adecuada de propiedades dadivosas y triunfantes.

Y cuando estuvo atrapado en pensamientos deprimentes y precarios, alertándose en un desesperado intento por vivir, se le apareció alguien que resonó en su cabeza como una lluvia con poder bautismal. En medio de la barra vertical, salió una última mujer, los hombres del club enloquecían al saber que volverían a verla, pese a ser una dama tan exclusiva. El cuerpo ideal, la sensualidad exacta sin rozar lo vulgar y una seguridad que derretía hasta los muertos. Solarte abrió los ojos como ganador del premio gordo. Era doña Lorena, esa fémina de perfecto encanto que se le apareció en aquella noche que tanto quería olvidar. Vio su rostro, anhelante, con detalles exactos y puntuales que sellaron su mente para siempre y volvió a decirse en un aluvión impensado: «¡Dios santo! Esta mujer es perfecta».

Con el atractivo del placer y los dones primorosos, doña Lorena avanzaba de cara a Solarte y le hacía una función personal de características milagrosas, pues él sentía que renacía y que sus energías sexuales retornaban después de estar desaparecidas por meses enteros. Doña Lorena era increíble, provocativa, pero serena. Sus movimientos (distantes a ser ardientes), eran suaves y melódicos, casi divinos. No era irrespetuosa, no ubicaba un atributo con deseo para el mal, ni tampoco invitaba al deleite de la rebeldía. Su estrategia era darse a suspirar, hacerse notar con ternura, transformarse en la mujer más bella y codiciada del mundo. Lo estaba logrando.

Solarte no pudo aguantar demasiado, era humano. Pronto asentó la mano al bolsillo, sacó a medio palmo el último fajo de billetes que tenía, y supo que su vida cambiaría con el poder de esa mujer. Sin embargo, otra mano nerviosa le tocó la muñeca, y se detuvo al instante.

—¡Jefe! ¿¡Qué hace por aquí!? ¡Detenga esta locura!

(...)

Cuando la indiferencia en el hombre se hace ley, se vuelve un pecado vivir en libertad. Y bajo ese artificio de disposiciones erráticas, el destino lo había obligado a cuidarse para el porvenir. Se había encontrado a uno de los gemelos, precisamente a Mauricio, el contador más noble de su bufete.

El caótico arte de amar demasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora