Capítulo 1

112 13 0
                                    

En una hora nocturna, algo astuta, impertinente y vivaz de noviembre, yacía sentado en un roble diáfano de materiales inconclusos, el desafortunado Juan Solarte, nuevo divorciado e infeliz náufrago de obligaciones legales por ordenanza estatal.

Le pareció una burla del tiempo, un azote inadvertido, que se revelara con tanta insistencia el golpe despreciable del destino. Se había cumplido el vigésimo primer aniversario de la relación en la miseria total del infortunio: sin amor ni compañía para celebrarlo.

En el calendario se remarcaba el día once del mes once (en el año once). Solarte, pensó que la fortuna de los astros o el triple acontecimiento de aquel "número", le atribuirían de la magia ideal a una unión que atesoraba con los cuidados de una flor que buscaba el sol y los riegos necesarios para sobrevivir.

Agitó su cabeza hacia un lado, miró con impertinencia hacia una alcantarilla abierta al lado del andén (estaba afuera de los tribunales) y pensó que nada era mejor que dejarse ir por los orificios del metal para no reintegrarse a la sociedad.

Sin embargo, como un acto de fe revelada, apareció su bienhechor de tiempos en crisis: el simpático James Soldado. Lo esperaba por necesidad.

Era un amigo de confianza desde hacía años, un caballero cuarentón de clase media; pantalones desajustados y camisa de botones a medio planchar, tenía una sonrisa primorosa y era bueno para los que amaba, aunque malo para el azar y pendenciero cuando le sacaban de quicio.

Solarte le observó con desazón y no quiso salir a su encuentro, pues le hizo el ademán de querer elevarse sin nunca hacerlo en realidad. Se mantuvo introvertido. Difícilmente se le podía observar así, ya que era exclusivo de la calidez y no tan abstraído al silencio.

—¿Quieres tomar algo? —le preguntó timorato. James se plantó a unos metros de distancia, sin mostrarse precipitado.

Solarte no le respondió, todavía seguía empecinado en ver lo que fuera que le espantara el recuerdo de la separación. Pero en contra de sus impulsos pesimistas, se elevó y caminó hacia el frente de la plaza para salir por una calle secundaria. James, le siguió en silencio.

Él, andaba como un punto vacilante de la existencia, se iba y venía rápidamente entre sensatez y desvarío, se conservaba disipado, similar a las sobras de un área cementada que estaba a segundos de caerse.

James le prevenía preocupado, su amigo era otro. La esencia que expedía era obtusa y su rostro pesadísimo, no encontraba palabras adecuadas para conversar. Creyó ser el peor camarada del mundo, hasta que decidió esforzarse para romper el hielo de la amargura.

Juancho, lo lamento... a veces estas cosas pasan y hay que levantarse del mal sueño —Solarte le escuchó y avanzó más rápidamente, quería evitar la habladuría, pero siguió—: Una mujer que no sabe valorar es lo peor, cada día se encuentran más de ese tipo, y los tiempos tampoco ayudan. El nuevo siglo nos ha dejado desarmados. En esta época somos inservibles para amar, pero maestros para la intimidad.

Apenas Solarte escuchó aquello, se frenó de emergencia y tocó su pecho. La cara se le encogió de rabia y observó de reojo a James. Estaba totalmente cambiado, no era el de siempre.

» Discúlpame Juancho, quiero darte ánimos, pero no haces sino correr y me fastidias. Aquí estoy, soy una persona, tu amigo. Sé que esto es una mierda, pero te apoyo y no te dejaré solo... entiéndelo de una vez —frunció su expresión, perdió la blandura al denotar la ausencia de humanidad que recrudecía en Solarte que abrió la boca para contestar, pero nada le salió. Se volvió para mirarlo. James, entendió su histeria rasgada en lo poco que le vio, y sin pensarlo, le dio un abrazo de tribulación.

Solarte anhelaba llorar, quería deshacerse de la consumación, del arrebato de cólera que le arruinó su baluarte, de la ausencia de fidelidad que trastornó sus planes y lo impelió hacia un camino ignorado, y a su vez tan bien conocido desde siempre: la innombrable soledad que odiaba con toda su alma. Finalmente no lloró, porque decantó a concienzuda fortaleza que el restante de su hombría, todavía le llamaba con dignidad.

(...)

Poco le duró la dicha de ser fuerte, pues en las próximas horas, en medio de un encierro a voluntad propia en el cuarto de huéspedes, dio un recital de lloriqueo hasta vaciarse.

«¿De qué me sirvió tanto amor entregado? —repasó, viciado de sufrimiento y mojado como rocas de catarata—. ¿Hay posibilidad de que vuelva a vivir? Porque estoy tan desfallecido que ni siquiera la muerte sabría cómo recibirme».

Solarte estaba contaminado de ansiedad, sus pensamientos volaban por una cornisa de proporciones desesperantes, porque no paraba de discurrir en sus fallos, en que había eclosionado para llegar a la resolución determinante. Incluso guardaba esperanzas en regresar con ella, porque creía con la inocencia de niño que su amor, tan poderoso y magnánimo como siempre creyó, no desaparecería producto del abandono y la falta de interés. Pero luego, suspiró depresivo como un citadino perdido en la selva.

Plegaba los labios y castañeaba los dientes con violencia, respiraba de boca por el taponeo parcial de sus fosas nasales y el pecho lo sentía vacío, sin pulmones. El frío de la habitación lo hacía sentirse un cavernícola herido y atravesado por flechas venenosas. No sopesaba las cosas, ni siquiera podía describir dónde se hallaba con exactitud. Estaba entre dormido, cobijado hasta la mitad sin librarse de su ropa, la cama era espaciosa pero no había luz en el cuarto, todo estaba así desde que su amigo lo entró, casi cargado, buscándose una muerte espontánea.

Se movió hacia un costado, todavía le caían lágrimas que pensó estaban resecas y tenía la boca y los pómulos hinchados, luego detalló que, a su lado, en dirección a donde apuntaba la cabeza, había un gran ventanal de cristales porosos. Le trajo recuerdos. Al verlo, se irritó entregando la poca normalidad que le restaba.

Una lluvia infernal había comenzado a estrellar los cielos de relámpagos y sonidos insoportables, todo sucedió muy rápido, y Solarte, en una jaqueca para el olvido, cerró los ojos para no volver a la espantosa idea de saber que todavía continuaba vivo en una noche que no quería acabarse.

El caótico arte de amar demasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora