Había pasado seis meses desde el fatídico día de la separación, y para Solarte, todos los días venían con la inolvidable etiqueta de aquella tarde del divorcio. Era un bucle indefinido de cómo aprender a ser miserable y conmovedoramente irracional.
Solarte, perdía el espacio del tiempo a propósito, vivía prolongados episodios de melancolía extrema (cultivando una posible depresión) y las sábanas del hospital, blancas e insípidas, ya no le parecían tan hurañas y carentes de sentido, más bien le agradaban, lo elevaban a un cielo desconocido que se ligaba al placer del sueño de forma culposa e incontable. Don Salvador detallaba a su hijo aterrado, creyendo con firmeza, que el verdadero enfermo era él.
—¡Por Dios! ¡Si te vas ahora de este mundo iré al infierno como una bala perdida!
—¿Todavía sueñas con ir al paraíso? —le dijo frío, pero a pesar de ello, le contestaba con puntualidad.
—Necesitas a alguien que te ayude y urgente, ¿no hay alguna mujer que esté para verte?
—Sí hay alguien, incluso varias conocidas.
—Eso me suena a una buena mujer... ¿Quién es? ¿Te logra entender? Llámala ahora.
—Sí... pero no me gusta, es mejor no ilusionarla. Hoy una llamada puede ser malinterpretada.
—Lo mismo decía de tu madre, las mujeres no distinguen de nada, ellas te enamoran sin que te des cuenta.
—Estás actuando raro... ¿Por qué de repente te empiezo a importar tanto? —preguntó extrañado, era interesante observar el cambio.
—No tengo idea. Yo la verdad ya estoy viejo para resolver insignificancias.
Luego de finiquitar esa última aseveración, Solarte, deseoso de prepararse para hacer nada y continuar desperdiciándose en el hospital, se bañó con aligero y preparó sus atuendos para el descanso. Solarte se había transformado en un niño obediente, demasiado lastimado e inocente para preposiciones futuras, admitiéndose como una utopía. Pero los demás seres relevantes a su vida no pensaban lo mismo.
Después de la noche del batacazo final, James supo mediante la llamada de su amigo, que se había encarnado con alguien por placer y necesidad. Por ese hecho fortuito, no lo había vuelto a llamar pensando que lo había perdido para siempre. Jazmín, aborreció a Solarte por lo que James le había contado de él, y permaneció muy triste por ella, al haber creído que era un hombre diferente. No obstante, lejos de resonar tales prejuicios malignos, incluso siendo un desinteresado en limpiar su imagen, Solarte ya vivía su propio calvario que llevaba los fantasmas y demonios suficientes para hacer trizas gran parte de su ser.
En medio de la incomparecencia nocturna, un supervisor del hospital encomendó una tarea al grupo de enfermeras. Les ordenó que vigilaran a Solarte, pues veían en él, a alguien desdichado y entregado al vicio de sentirse abatido sin la espera de una salvación.
Y pronto, casi inmediatamente, cuando lograron darse cuenta de que ese hombre estaba en la inmundicia de los pensamientos desbaratados y muertos, le hablaron cuando les fue posible.
Alguien tocó la puerta, y asimismo entró, como si fuera relativo al dominio de medio país, Solarte estaba adormecido hacía minutos y don Salvador se distraía con el ambiente insonoro de los alrededores de la habitación.
—¡Buenas, buenas! —dijo la doctora, con la leve irritación de sentirse ignorada por los presentes.
—¡Doctora! ¡Salve a mi hijo! ¡Está que se muere!
—Tranquilo don Salvador, a eso vengo, hemos detectado que hay alguien que está cumpliendo los protocolos con tanta excelencia que nos está impresionando para mal.
—Bien, aunque ahora el niño duerme. Debe estar pasándola terrible.
—¡Hermosas palabras de su parte! ¡El buen padre aun estando enfermo se preocupa más por los suyos como a nadie!
—Gracias mujer, aunque estoy lejos de serlo... —reiteró correcto—. ¿Qué haremos ahora? Si quiere podemos despertarlo con un baldado de agua fría.
—Deje que descanse, de momento solo vine a dar una vuelta, pero si logra despertar, hágale saber que nos preocupa y le deseamos lo mejor en su estadía como acompañante. Aquí hay muy buenos especialistas y creo que una terapia y un buen descanso le vendría fenomenal.
—¿Terapia? —expresó Solarte, con los ojos entreabiertos. Nunca estuvo dormido. La sangre le comenzó a hervir por el atolondrado burbujeo de las palabras insolentes.
—¡Sí! Le vendría muy...
—¡Ni se le ocurra! ¡Jamás volveré a esa mierda! ¡Prefiero morir antes que este infeliz a dejarme pisotear otra vez por un maldito como esos! —profesó iracundo hasta estallar, era ilógico en su actuar. Las demás habitaciones habían escuchado el estruendo de su voz.
—¿Qué demonios le pasa? ¿Se volvió loco? —Solarte se había levantado, ebrio de sueño y a la vez poseído por la furia de la imaginación, pensando que lo estaban persiguiendo para echarlo abajo. La estrella de su cordura se había eliminado dentro su propio discernimiento.
—¡No quiero nada! ¡Déjeme en paz! ¡Suficiente tengo con estar solo! —Miraba hacia la pobre doctora, que yacía temerosa y a la defensiva ante la inesperada repulsión de un hombre que había vivido toda su vida hasta ese momento bajo el sagrado respeto hacia las mujeres.
—Cálmese... —dijo dando pasos hacia atrás y colocando los brazos al frente para evitarse males—. Todo tiene solución...
—¿Cree que eso funciona? ¿¡Calmarse!? —encogió la cara de rabia, y se fue acercando hacia la doctora, quería estrangularla, sus manos empuñadas eran la prueba de ello. Solarte estaba enloquecido.
—Es mejor que nada... —La doctora se había topado de espaldas con la puerta que estaba cerrada, pero no podía abrirla porque enfrente estaba Solarte, frenético y suelto en la habitación como un león esperando a su alimento.
—¿Sabe lo que pienso al respecto? —terminó su caminata a un metro de la doctora, la observó de rabia, sus ojos estaban muertos en desolación y concluyó con la descarga de sus heridas mediante un grito insoportable y atroz: —¡MALDITOS SEAN TODOS USTEDES! ¡MALDITOS DOCTORES! ¡TODOS LOS AMAN, PERO YO LOS ODIO! —Elevó su mano y la empuñó, estaba dispuesto a golpearla.
Sin embargo, desde atrás apareció el sedado don Salvador, que le tomó de espaldas en una acción casi imposible y arriesgada, la doctora también gritó de dolor y miedo por la escena de impacto.
—¡Qué te sucede infeliz! ¡No seas como yo! —renegó, intentando corregirlo con sus palabras.
Solarte se deshizo de él con facilidad. Gracias a su diferencia en fuerza y edad, tan solo se agitó con bastante movimiento. Su padre cayó al piso como un hecho desafortunado que ya era una locura escandalosa. Solarte, al observar a su padre desde ahí, quiso ayudarlo, pero entró en estado de pánico sin hacer nada, y solo se limitó a verlo sin contratiempos. Al instante, entraron enfermeros a la habitación y después, varios organismos de seguridad.
(...)
En cuestión de media hora, Solarte ya estaba de nuevo en la calle, con el acceso restringido al hospital y con su padre a punto de entrar al pabellón de cuidados intensivos. Lo había mandado todo al carajo.
ESTÁS LEYENDO
El caótico arte de amar demasiado
General FictionJuan Solarte se divorció hace semanas de su queridísima esposa en una noche para el olvido. Hoy, luego de divagaciones mentales y llorar por tres horas seguidas, concluye encumbrar su vida hacia una decisión inexorable: amar y seguir amando para no...