Capítulo 4

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Cuando Giovanni la llamó para decirle que había encon­trado una nueva joya, no dudó en ponerse la cazadora de piel y subirse a su coche, con Sira como copiloto, para diri­girse a la organización.

Hacía años que se había marchado de ahí; cuando cum­plió los diecinueve y tras cuatro exitosos robos decidió independizarse en su pequeño rincón: un apartamento con unas fantásticas vistas a la ciudad italiana. Al principio le costó, nunca había disfrutado de un espacio para ella, pero con la llegada de Sira todo fue más fácil. Por primera vez en mucho tiempo sentía una cálida bienvenida al llegar a casa cuando la felina se acercaba a ella para brindarle su cariño. Como una familia.

«Familia», una palabra que ya no le parecía tan lejana.

¿Qué habría sido de su vida si hubiera crecido con sus padres? Se mordió el interior de la mejilla; odiaba que su mente divagara por aquellas arenas movedizas. Pensar en sus padres le generaba una sensación de ahogo, de incerti­dumbre, sobre todo cuando sus rostros no eran más que dos manchas borrosas sin forma alguna. Trató de olvidarse de su pasado y lo encadenó de nuevo para concentrarse en la carretera.

Había pasado casi una semana desde el robo de París. Los medios y las redes sociales seguían hablando de ello, pero ya sin tanta frecuencia. Con la ladrona escondida en­tre las sombras, no tenían más remedio que esperar hasta su próximo golpe. Aguardar, especular y lanzar teorías que Aurora leía desde la comodidad de su cama con una son­risa en los labios. Incluso escuchó que la policía francesa había tirado la toalla y que se retiraba del juego.

«Patético», pensó ella mientras acababa de leer la noti­cia sin prestarle atención a ese último párrafo que decía que otro departamento se haría cargo del caso. Le dio igual; Aurora confiaba en que siempre iría dos pasos por delante, siempre asegurando el botín, la supervivencia.

No podían vencerla, ya lo había demostrado infinidad de veces: en ese tablero de ajedrez ella era la reina con trein­ta y siete victorias acumuladas. Pero ¿y si llegara un adver­sario igual de fuerte? Alguien del bando contrario que no dudara en hacerle un jaque mate. La ladrona negó con la cabeza.

Una vez en el territorio de la Stella Nera y con Sira ca­minando tras ella, se adentró en el edificio sin molestarse en saludar a los miembros que se encontraba a su paso. Algunos seguían recordando lo sucedido años atrás, aun­que Aurora tampoco se preocupaba por desmentir los ru­mores a los que aquella bala en la frente había dado pie; le gustaba que la imaginación volara sin límites, sobre todo si la ayudaba a mantenerlos alejados.

Giovanni Caruso ya la esperaba en su despacho, pero no en el que todo el mundo conocía, sino en el que se ubi­caba tres plantas más abajo, en una habitación de acceso restringido donde se hallaban aquellas joyas, además del dinero y los objetos de valor, a la espera de que decidieran qué se hacía con ellos. Se trataba de una cámara acorazada cuya existencia conocían muy pocas personas. Cuando uno tenía dinero solo bastaba con pedir un deseo para hacerlo realidad, y ese edificio era una caja de sorpresas protegida de los intrusos y de las miradas hambrientas de poder.

Nina llegó minutos más tarde, cerró la puerta detrás de ella y lo primero que vio fue a Sira moviendo la cola.

—Deberíamos convertirla en una integrante más del equipo —sugirió mientras intentaba acercarse a la mini­na—. Podría entrar contigo a robar y arañarles la cara a los guardias. Sería divertido.

—Yo que tú me quedaría quieta —puntualizó la ladrona al observar las intenciones de su compañera.

—Le traigo un regalo, cálmate, a ver si me la gano. —Ba­jo su atenta mirada, abrió el paquete, que contenía una es­pecie de pasta que, según había leído, era la perdición de cualquier gato.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora