Capítulo 19

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Hospital General de Nueva York


El corazón de Thomas Russell estuvo intranquilo durante el tiempo que duró la operación. Se mantuvo sentado, mi­rando directamente la puerta por la que los médicos habían entrado con su hijo.

No quería moverse de allí. Llevaba horas esperando y, aunque había dejado de vigilar las manecillas del reloj, no se movería de aquella sala. Ni siquiera había querido cam­biarse la camisa manchada de sangre. Lo único que desea­ba era que la cirujana le dijera que todo había ido bien. Sería lo único que conseguiría que se moviera de la sala de espera y que fuera a su casa para darse una ducha y cambiarse de ropa. Tal vez también tomaría un café cargado de azúcar, aunque igual acababa agregándole un toque de brandi.

Hasta ese momento permanecería allí sentado, con la espalda apoyada en el asiento y moviendo involuntaria­ mente la pierna. Ni siquiera se había dejado convencer por su hija, que ya había intentado hablar con él sin éxito algu­no. Vincent podía ser testarudo, pero su padre lo era más, y cuando salió del quirófano y se sentó de nuevo a su lado sabía que tampoco obtendría nada.

—Papá... —murmuró mientras le entregaba una taza con té humeante—. Este tipo de operación suele durar ho­ras, ya lo sabes. Yo me quedo aquí y te llamo en cuanto haya noticias. De momento, no vas a poder hacer nada, así que ve a casa, dúchate y cámbiate de camisa. Te prometo que te aviso.

Thomas volvió la cabeza hacia Layla y no dudó en rega­larle una ligera sonrisa por su incansable preocupación. Observó su frente arrugada, la tristeza que había inundado su mirada al ver aparecer a su hermano en Urgencias mien­tras los médicos trataban de que la hemorragia no se lleva­ra su vida. También contempló la identificación que porta­ba en la bata blanca, pues Layla era residente de segundo año justo en el hospital al que habían llevado a Vincent. Ni siquiera había podido intervenir, ya que cuando su médico especialista se enteró del lazo que los unía, le ordenó que se mantuviera al margen.

—¿Y si hubiera una complicación? —respondió Tho­mas con un hilo de voz—. Me quedaré aquí hasta que sepa si ha ido bien o no. Además, las sillas son muy cómodas.

Layla sonrió sabiendo que no era verdad, aunque aque­lla sonrisa no mostrara ni una pizca de alegría.

—Vince está en muy buenas manos y la doctora Bailey hará todo lo posible para salvarlo. No tienes de qué preo­cuparte...

—No hagas eso, por favor.

La residente escondió los labios al darse cuenta de la promesa esperanzadora que le había hecho a su padre. Un médico no podía prometer algo que no sabía si iba a poder cumplir.

—Lo siento. De verdad, no quería...

—Está bien, cielo —la tranquilizó—. No quiero que te sientas mal, tan solo... Es difícil de explicar. Quiero que todo vaya bien en la operación, quiero estar seguro de ello, lo que no quiero es que alguien me lo diga. No sé si me explico.

—Claro que sí, papá. —Layla percibió el pequeño rayo de esperanza que atravesó su mirada, y deseó como nunca que esa confianza no se rompiera. No quería ni pensar cómo reaccionaría si llegara a perder a su hermano—. Voy a volver para ver cómo sigue la operación, pero llámame si necesitas cualquier cosa, ¿vale? Estaré pendiente del móvil —murmuró, y no dudó en darle un beso en la frente.

Layla le dedicó una última mirada para desaparecer por el pasillo segundos más tarde.

Y las manecillas del reloj continuaron girando en círculos.

Horas después, la doctora Bailey cruzaba las puertas y al encontrase con el rostro dormido de Thomas se imaginó que tal vez habría cerrado los ojos unos minutos, pero cuando se acercó para despertarlo descubrió que había caí­ do en un sueño profundo.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora