Capítulo 27

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Bailaron como dos seres hambrientos hasta que los prime­ros rayos del sol asomaron entre las cortinas. Bailaron has­ta que ya no pudieron más y, aunque ninguno de los dos deseó admitirlo, no querían que la noche acabara.

Visitaron cada rincón de la habitación, tal como él le había prometido, en todas las posturas que jamás hubieran imaginado. Incluso quisieron irse a la cocina con la idea de que la princesa se acostara sobre la isla, pero solo pudieron llegar hasta el pasillo, ya que una nueva ansia los ganó. Aurora acabó con la espalda contra la pared y las piernas alrededor de la cintura de él. En aquel instante un pensa­miento fugaz invadió de lleno al detective: ¿Sería suficiente una sola noche? ¿Podrían llegar a saciarse?

No les preocupaba ninguna otra responsabilidad más que cumplir con la voluntad que ambos tenían en mente: aprovechar cada segundo. Sabían que al día siguiente todo volvería a la normalidad y la danza culminaría con el pri­mer rayo de sol, como si esa noche jamás hubiera existido, aunque lo cierto era que dudaban de poder arrancársela de la memoria.

Y ambos lo sabían. Desnudos en la cama de él, observa­ban cómo la luz pretendía colarse en la habitación como si se tratara de un despertador sonando a primera hora de la mañana. Aurora mantenía la cabeza apoyada en su pecho, aunque con los ojos abiertos para observar el nuevo día. Por alguna extraña razón le gustaba sentir cada latido de su corazón, ese ritmo lento y tranquilo que no le permitía pres­tar atención a nada más.

Desde hacía menos de una hora la habitación había que­ dado sumida en un silencio plácido, hasta que alguno de los dos quisiera romper esa burbuja.

Al final, Aurora habló:

—Tendría que volver a mi habitación o ducharme, tal vez. —No se atrevió a levantar la cabeza.

—Mi padre todavía no ha llegado —se limitó a decir sin saber cómo pedirle un último beso. A lo mejor, un último baile.

—Hemos dicho que solo sería una noche.

—Lo sé —respondió Vincent dejando escapar un largo suspiro. Se aclaró la garganta y, sin que se diera cuenta, empezó a peinarle la melena con los dedos—. Me gustaría saber si te ha gustado, si te has sentido cómoda. Y no me respondas con otra pregunta ni con medias respuestas.

—¿Piensas que me has obligado? —Esa vez se incorporó con la intención de mirarlo a los ojos—. ¿Que te has apro­ vechado de mí por cómo me has encontrado? No soy una persona que se deje influenciar por nadie, y, si hemos fo­llado durante toda la noche, ha sido porque yo también lo he querido —dijo sin alzar la voz—. Ha sido la mejor no­che que he tenido en mucho tiempo. La primera y la única —le recordó en un susurro tras unos segundos.

Vincent se quedó callado. ¿Qué podía decirle? Él ya lo sabía, era consciente de que lo había sido, y eso, por lo vis­to, también le molestaba. Aunque no pensaba confesarlo, pues su promesa acababa de llegar a su fin y tampoco que­ría verse en la piel de la desesperación.

—Nada te retiene en mi cama —respondió en su lugar, aunque con cierto recelo manchando su tono de voz, algo que no había pretendido. Aurora no apartó la mirada; en cambio, el rostro se le tiñó de una seriedad palpable—. Pero antes de que te vayas... —añadió sin poder dejar de mirarla y, percatándose de ello, le puso la mano en la mejilla e hizo que su pulgar le acariciara sutilmente el labio infe­rior—. Si tuviera la oportunidad de volver a vivir esta no­che... —Sintió que su corazón empezaba a bombear con fuerza al recordar todos sus encuentros, cada vez que había entrado lentamente en ella o cuando había visto las estre­llas al dejar que la lengua de Aurora hiciera maravillas a su alrededor. Tragó con fuerza y volvió a la realidad—. La repetiría mil veces más.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora