Capítulo 21

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Aunque su cuerpo caminara, su alma agonizante rugía cada vez que daba un paso.

Tenía la sensación de encontrarse de nuevo ante la muer­te, con esa oscuridad mortífera que no la dejaba en paz y le tiraba del brazo como una niña pequeña: «Mírame, míra­me. Ven a jugar conmigo». Pero Aurora no tenía fuerzas para jugar y utilizaba la poca energía que le quedaba para huir de ella.

Batallaba por mantener los ojos abiertos, caminar sin sobresalir mientras hacía caso omiso de la quemazón que sentía a cada pisada. Thomas, si bien sostenía gran parte de su peso, no podía obviar la debilidad de sus extremidades. Afianzó el agarre en la delgada cintura y no dejaron de re­correr los vacíos pasillos mientras buscaban el ascensor. Sin embargo, se dio cuenta de que no podían utilizarlo. ¿Y si entraba alguien? ¿Y si entraba Howard? No podía arries­garse a que la vieran.

—Tendremos que bajar por las escaleras. Vamos, súbete —susurró agachándose ante ella para ofrecerle la espal­da—. Iremos más rápido si te llevo.

Thomas no tenía una buena condición física. De hecho, no le gustaba nada el deporte, pero la vida de aquella mu­chacha dependía de él y notó una fuerza inusual. La cargó dejando que le apoyara la mejilla contra el hombro, que los brazos decaídos le rodearan el cuello. Y, teniendo cuidado de no tocarle la herida, empezó a bajar. Bajar, bajar y bajar. No se detuvo, tampoco se preocupó por su respiración irre­gular. Siguió descendiendo con un único objetivo: que no los descubrieran.

Por un instante se olvidó de que era la criminal más bus­cada por la policía; también de que había disparado a su hijo y de que ya no tenía el Zafiro de Plata. Se había olvi­dado de Howard, del comisario y de las consecuencias por encubrir a una delincuente. Se había olvidado de todo. Lo único que deseaba en aquel momento era resguardar de la tormenta a aquel pajarillo herido.

—No cierres los ojos —pidió casi en un susurro—. No puedes dormirte, ¿de acuerdo? Ya casi estamos.

A pesar de lo mareada que se encontraba, Aurora quiso decir algo:

—Tenemos que ir a mi coche —trató de decir—. Por favor... Mi...

—Después me ocuparé de tu coche, te lo prometo, pero ahora tenemos que salir de aquí.

Unos metros más y habrían llegado al aparcamiento subterráneo donde se encontraba su vehículo, lejos del resto.

—No me iré sin mi gata —expresó mucho más seria, haciendo que el hombre se detuviera delante de la puerta para tomarse un breve respiro. Aurora no iba a abandonar­la y le daba igual tener que arrastrarse para llegar a ella—. Por favor. No puedo dejarla ahí. Llévame con ella...

—¿Dónde está? —Sin dejar entrever lo cansado que es­taba, abrió la puerta de acero con el pie, pero, antes de que pudiera avanzar, la advertencia de la ladrona le hizo dete­nerse.

—Las cámaras.

—Mierda —susurró. Se había olvidado de ellas.

—Déjame aquí —sugirió ella—. Ve hasta tu coche a rit­mo normal. Yo intentaré desplazarme aprovechando los puntos ciegos; nos vemos en el exterior.

Pero Thomas no la bajó de su espalda.

—No puedes caminar y sigues sangrando... Ni siquiera llegarás hasta la salida. Mi coche no está lejos; míralo, es el verde oscuro —señaló con la cabeza. Notó que la de ella se alzaba—. Dime dónde están esos puntos ciegos y los esqui­varé. Además, tu rostro sigue siendo irrelevante para la po­licía, y si Howard, por casualidad, nos viera en las graba­ciones, le diría que eres Sandra y que me has pedido que te lleve a casa.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora