Capítulo 20

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En la estancia solo se oían las máquinas que indicaban que Vincent Russell aún seguía con vida.

La princesa de la muerte se había colocado junto a él mientras contemplaba su rostro dormido, su cuerpo vulne­rable ante la amenaza. No tenía tiempo que perder si que­ría huir antes de que Thomas volviera, así que apagó ese sonido que había empezado a molestarla y con él el riesgo de que en el hospital se percataran de sus intenciones.

Sujetando una almohada con las dos manos, se preguntó cuántos minutos harían falta para que sus pulmones se quedaran sin aire. ¿Dos, tal vez? ¿Cinco? Era difícil saberlo, pero podría jurar que no serían necesarios más. Cinco mi­nutos y su máscara volvería a encontrarse a salvo de la jus­ticia a la que Howard Beckett estaba deseando someterla. No más de trescientos segundos presionando la almoha­da contra su rostro y podría marcharse de aquella ciudad para siempre. La almohada no tardó en acariciar su rostro dormido, indiferente a la muerte que pronto lo recibiría, y las manos de Aurora hicieron fuerza contra la suavidad del material iniciando la cuenta atrás. «Tan solo cinco minu­tos...».

Sin embargo, el cuerpo de la ladrona se paralizó cuando percibió el chirrido de la puerta.

Entonces, el tiempo se detuvo.

—Mantén las manos alejadas de mi hijo, loca asesina —la increpó Thomas interponiéndose. Ni siquiera midió la fuerza con la que la empujó haciéndola caer; se oyó bro­tar un quejido de su garganta por el impacto—. Atrévete a acercarte y tendrás a veinte policías alrededor —amenazó sin dejar de observarla aún en el suelo. Incluso se fijó en la mancha de sangre de su pantalón.

Aurora sonrió ante la débil provocación y, cuando deci­dió ponerse en pie tratando de ignorar la punzada de dolor, lo hizo con el arma en la mano para apuntar a quien le impedía llevar a cabo su propósito. En el plan nunca había entrado hacerle daño, pero eso había sido antes de que la descubriera.

—Lo sospechabas, por eso me has invitado... Para com­probarlo —murmuró ella, y el hombre pudo notar el drás­tico cambio en su voz. Un tono más grave, intimidante, distinto del de la chica a la que había intentado ayudar al principio. Todo había formado parte de la función. Inclu­so su mirada había cambiado; dudó de que se tratara de la misma persona—. Me caías bien, pero acabas de arrui­narlo.

—¿Quieres dispararme? Adelante. A ver cuánto tarda la policía en entrar para ponerte las esposas. Y, por lo que veo, estás herida, ¿no? Tal vez sea un disparo, a juzgar por la mancha de sangre, así que tampoco conseguirás llegar muy lejos; si grito, tus días como ladrona habrán llegado a su fin.

Aurora sabía que tenía razón. No tendría que haberse confiado, pero su mente no pasaba por su mejor momento debido a la herida de la pierna y la pérdida de sangre.

—Sin embargo...

La ladrona parpadeó una vez al percatarse de lo que intentaba decirle. Por eso no había entrado con el inspector de la mano, quien habría brincado de la alegría. Howard Beckett estaba deseando detenerla y Thomas lo sabía.

—¿Quieres proponerme un trato? ¿De verdad?

—Tan solo quiero el Zafiro de Plata y que no vuelvas a acercarte a mi hijo. Dámelo y te ayudaré a escapar. —Tho­mas intentó que su voz no delatara la desesperación. Desea­ba la joya, pero más aún que la vida de Vincent no se viera amenazada—. Es un trato justo, teniendo en cuenta que has venido para rematarlo. Te estoy ofreciendo la posibilidad de volver a esconderte porque ya no tienes escapatoria. Apenas te sostienes en pie y, aunque lograras dispararme, la policía acabaría entrando. ¿Por dónde te fugarías? ¿Por la ventana? Estamos en la cuarta planta —remarcó—. Ni siquiera tomarme como rehén te serviría, porque no estás utilizando ninguna máscara. Yo diría que no tienes más al­ ternativas.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora