Capítulo 26

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Cuando el detective abrió la puerta, casi al anochecer, no se imaginó ni por un segundo que esa imagen fuera a afectar­le tanto. La ladrona de guante negro hecha un ovillo sobre la alfombra, totalmente indefensa, derrotada, débil... Una faceta que nunca pensó que vería.

Con el corazón acelerado, se apresuró a agacharse junto a ella para incorporarla y acurrucarla en los brazos dejando que su cabeza se apoyara sobre su hombro mientras le pedía que abriera los ojos. No sabía qué había pasado, pero estaba asustado, vulnerable por no saber qué hacer, cómo ayudarla...

—Aurora —pronunció dándole golpecitos en la mejilla. No era, ni por asomo, la misma sensación que había vivido una semana atrás al verla caer por las escaleras—. Aurora, vamos, despierta... Abre los ojos, por favor.

Notaba su respiración acelerada, cómo el pecho de la mujer subía y bajaba de manera irregular, la baja tempera­tura que desprendía, las gotas de sudor en su frente, sus puños apretados, la intención de su cuerpo de volver a la posición fetal. Estaba asustada y no sabía por qué; atemorizada, como si... ¿Un ataque de pánico?

—Aurora —volvió a susurrar; una suave caricia sobre su piel—. ¿Me oyes? Dime qué necesitas, dime qué puedo hacer para ayudarte.

La joven abrió los ojos progresivamente y sus labios em­pezaron a moverse despacio. Quería hablar, por lo que el detective acercó el oído a su boca.

—La próxima vez que me encierres... —dijo con cierta dificultad—. ¿Por qué lo has hecho? —Sus miradas choca­ron, ambas envueltas en una oscuridad diferente. La de ella reflejaba el más absoluto terror; la de él... una extraña preo­cupación, miedo al verla de esa manera, tan frágil entre sus brazos.

Entonces, Vincent recordó las palabras que le había di­cho su padre sobre el temor de la muchacha al encierro:

«Tiene miedo a que le arrebaten la libertad». Sin embargo, él creyó... Pensó que se refería a dejarla encerrada en un espacio mucho más pequeño que una casa de dos plantas. Nunca se imaginó que fuera a encontrársela así al volver, en el suelo, temblando.

Él no quería que se fuera, no quería darle la oportuni­dad de escapar. Por eso había echado la llave esa mañana, tal como había hecho la vez anterior.

—No lo sabía. —Se disculpó, y no pudo evitar que su mano, la que todavía se encontraba en su mejilla, trazara un sutil movimiento. La caricia del pulgar sobre su ros­tro—. No lo sabía —repitió como si tratara de convencer­se—. Joder... No pensaba... Creía que temías que te ence­rraran en una habitación, algo más pequeño, nunca pensé... Perdóname.

Sin embargo, Aurora no contestó; se mantuvo en silen­cio dejando que el detective la meciera. Un suave balanceo de los dos cuerpos generado por el hombre que ni siquiera se había percatado de que lo estaba haciendo. No podía quitarse de la cabeza la imagen que había visto al entrar: ella en el suelo, frágil e insignificante para el mundo, total­mente desamparada.

Temió que su error le ocasionara un daño irreparable.

—Dime cómo puedo ayudarte —murmuró una vez más. La caricia de su rostro había pasado a su brazo; procuraba que ella no abandonara el refugio que había creado a su alrededor. Aunque... tal vez... Aurora deseara poner dis­tancia entre ambos—. ¿Quieres que me aparte? —preguntó con suavidad. Por alguna extraña razón, esperaba que le dijera que no.

Sintió que el alivio le recorría el cuerpo cuando ella negó con la cabeza y la notó acurrucarse un poco más para es­conderse en su cuello.

—Quiero salir —respondió en su lugar, y Vincent lo re­cibió como una súplica.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora