Capítulo 17

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Le temblaba todo el cuerpo, tenía cosquilleo en las manos, una impresión desagradable se apoderaba de su espalda y la tensaba. Sentía también el frío que desprendía la joya escondida en el interior de su camiseta, el contraste que provocaba con la piel tibia por la reciente pelea con el de­tective.

El encuentro había acabado con un charco de sangre a su alrededor; había eliminado definitivamente al rey de la partida.

«Jaque mate», pensó, y se obligó a sí misma a olvidar lo sucedido mientras esquivaba los coches por la carretera. No podía detenerse; ahora que el Zafiro de Plata obraba en su poder el plan debía continuar: salir del país sin levantar sospechas y cruzar el océano hasta llegar a Italia, un viaje en el que esperaba que no hubiera complicaciones, aun­que en el fondo un susurro le pedía que no se confiara. Ig­noró ese pensamiento también. La máscara que la protegía seguía presente para el resto del mundo, pues, con la ame­naza eliminada, aún contaba con la ventaja de la invisibi­lidad.

«No te has asegurado de que de verdad estuviera muer­to», gruñó su vocecilla interior. Aurora frunció el ceño mien­tras se preguntaba quién sobreviviría a un disparo en el pecho, justo donde se encontraba el corazón. Acababa de matar a Vincent Russell, estaba completamente segura de ello. Lo había dejado desangrándose en el suelo mien­tras le regalaba una última mirada y el silencio lo acunaba. El detective acababa de decirle adiós a la vida. No había discusión.

Dejó de pensar en Vincent o, por lo menos, lo intentó, pero la imagen de sus dos manos tratando de detener el sangrado no desaparecieron de su mente durante el resto del trayecto.

El punto de encuentro, una vez que Aurora saliera del mu­seo con la joya, estaba a menos de quince kilómetros: una vieja pista de aterrizaje para aviones militares.

Se habían asegurado de que nadie lo custodiara y de que no hubiera cámaras de vigilancia. No se arriesgarían a ser vistos, aunque, teniendo en cuenta que Howard Beckett perseguía en aquel momento una pista falsa, tampoco te­nían de qué preocuparse.

La ladrona fue la última en llegar y observó, a lo lejos, el vehículo con el logo de una empresa de limpieza que uti­lizarían para llegar al puerto y subir al barco sin levantar sospechas.

Apagó la moto, el mismo modelo que la policía estaba persiguiendo, y la escondió en uno de los almacenes para que el equipo neoyorquino de la Stella Nera se ocupara de ella. Caminó hacia la furgoneta extrañada por el silencio del lugar, el mismo que desprendía el auricular en su oído; con el ajetreo de la pelea con el detective no se había per­ catado de que había dejado de funcionar. No obstante, era insólito que nadie hubiera salido a recibirla para apre­ciar la joya o que Sira no se encontrara curioseando el entorno.

Apoyó la mano sobre el arma sin llegar a desenfundarla mientras observaba la puerta cerrada del vehículo. Se supo­nía que Stefan tenía que estar ahí o la furgoneta no estaría estacionada.

¿Y si era una trampa? No, no era posible. La policía ya habría salido a detenerla y Beckett no era de esos que recu­rren a la pausa dramática; él actuaba sin esperas innecesa­rias. Pensó en la posibilidad de que Stefan se hubiera que­ dado dormido, pero la descartó al instante. Conociéndolo, no se habría permitido cerrar los ojos, mucho menos con Sira deambulando a su alrededor.

¿Dónde estaba su gata? Ese animalejo astuto que sabía cuándo se aproximaba su dueña.

Decidió empuñar la pistola mientras se acercaba con lentitud hacia el vehículo. No entendía qué pasaba, el por­ qué de aquel silencio inusual, pero toda aquella preocupa­ción desapareció cuando vio a Nina salir del furgón.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora