Capítulo 8

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A Dmitrii Smirnov era difícil engañarle, o eso creía él. Su percepción del detalle se lo impedía, incluso detectaba cuándo alguien le estaba mintiendo, y esa mujer, que toda­vía le apuntaba con el arma, le había parecido sospechosa nada más mencionar el Zafiro de Plata.

—Mientes —murmuró mientras le brotaba una peque­ña risa incrédula—. Nadie ha visto el rostro de esa ladrona, ¿cómo quieres que te crea? Roba, escapa de la policía y se esconde. Literalmente, vive entre las sombras. Nadie la co­noce, ¿y ahora resulta que llegas tú y me lo confiesas? ¿Así como si nada?

—¿Dudas de mi palabra? —susurró con el peligro disfrazado de tranquilidad. Quería seguir jugando con él, distrayéndolo, así que empezó a subir el cañón de la pisto­la rozando muy despacio el material de su traje.

—Voy a llamar a mis hombres —respondió con otro su­surro, pero el suyo encerraba una innegable inquietud.

—Cálmate —le pidió. Levantó la pistola y se alejó de él, aunque sin romper el contacto visual—. Ya lo habrías he­cho de haberte visto en peligro. No te haré nada; como he te dicho, solo quiero hablar.

—Pues habla.

—No puedo hacerlo si dudas de mí. —Empezó a cami­nar de nuevo por la habitación, a pequeños pasos, mientras apreciaba los cuadros de las paredes—. Dime, ¿qué debería hacer para que me creyeras?

Dmitrii pareció pensárselo, detalle que Aurora captó al instante. La distracción estaba funcionando.

—Cinco minutos más —anunció su compañera por el auricular.

Cinco minutos nada más; no obstante, aunque pudiera parecer poco tiempo, en ocasiones se convertía en una eternidad.

—Nadie conoce tu rostro —empezó a decir el hom­bre—. Si realmente eres la ladrona, sabes ocultarte bien. Justo eso es lo que me hace desconfiar, porque acabas de confesármelo sin apenas conocerme. ¿Cómo sabes que no voy a delatarte? Tengo contactos, gente que daría millones por tu cabeza. ¿Es un movimiento inteligente? ¿De verdad lo crees?

La habitación se quedó en silencio ante la declaración de Smirnov, incluso las manecillas del gran reloj de pared se tomaron un breve descanso para regalarle a la ladrona ese instante de incertidumbre.

—Querido —recalcó con una voz que detonaba seguri­dad, intimidación—, ¿en qué momento te he dicho que yo sea la ladrona? —Sonrió y apreció en su mirada un deje de confusión—. Trabajo para ella, por lo que hablo en su nombre.

—Acabas de decir...

—Nunca he especificado nada —aclaró manteniendo aún la sonrisa burlesca—. «La ladrona está dispuesta a ne­gociar contigo». En ningún momento te he dicho que se trate de mí. —Hizo una breve pausa—. Si pretendes irte de la lengua, adelante, pero te sugiero que la escondas antes de que venga y te la arranque.

—¿Así quieres llegar a un acuerdo? ¿Con amenazas?

—Es efectivo, ¿no te parece? —respondió Aurora—. Conoces su reputación, imagina lo que sería capaz de hacer con solo dar la orden. No te conviene tenerla de enemiga, créeme —aseguró acercándose al sillón donde Dmitrii per­manecía sentado. No dudó en colocar las manos en los dos reposabrazos e inclinarse hacia su rostro—, porque se vuel­ve implacable. No querrás que te grabe una sentencia de muerte en la frente, ¿verdad?

Otro silencio, este mucho más denso por la amenaza bañada en chocolate amargo y espolvoreada con veneno letal. Aurora no mentía, podía destruirlo si lo deseaba, pero lo haría ella misma, sin terceros de por medio.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora