Capítulo 9

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A primera hora de la mañana de aquel triste lunes, los gri­tos de Howard Beckett se extendieron por todo el departa­mento como ráfagas de aire gélido.

El inspector estaba furioso; no con Vincent ni con Jeremy, sino con el mundo entero. Se sentía como un volcán a punto de entrar en erupción.

Vincent, de brazos cruzados, no se había atrevido a in­terrumpir su enfado; era consciente de todo lo que su supe­rior le estaba diciendo. Intentó desconectar varias veces, pero la furia de sus ojos amenazaba con mandarle dar diez vueltas alrededor de Central Park y, en realidad, no le ape­tecía cumplir con ese castigo.

De todas maneras, harto de que los segundos avanzaran con esa lentitud exasperante, trató de poner fin a la conver­sación.

—Señor, lo comprendo, pero...

¿Pero? ¿Había escuchado un «pero»?

Jeremy, desde el rincón en el que se encontraba, trataba de contener la risa que estaba a punto de brotar. Todavía era joven, no podía dejar que el inspector lo hiciera pica­dillo.

Otro grito emergió en medio de aquel silencio mortal.

—¡Cuando el superior habla, el resto mantiene la puta boca cerrada! ¡No me hagas arrastrarte de los huevos has­ta la academia para que vuelvan a enseñarte modales! —Te­nía la respiración agitada, los hombros echados hacia atrás y las manos a ambos lados de la cadera—. ¡¿Cómo habéis dejado que Smirnov os descubra?! He mandado a dos in­competentes a hacer el trabajo del que podría haberse en­ cargado cualquier novato. ¡Mírame cuando te hablo, co­jones!

Ignorando su orden directa, el detective empezó a cami­nar con la intención de llegar hasta el despacho del jefe. Su paciencia había rozado el límite y no iba a permitir que su mentor siguiera burlándose de él sin dejar que se explicara.

—Te oigo, ¿de acuerdo? No es necesario que me grites —pronunció tratando de sonar convincente. Howard lo conocía desde que llevaba pañales, y seguía siendo su supe­rior, pero no iba a dejar que lo interrumpiera. Siguió ha­blando mientras le indicaba la puerta con la palma de la mano—. Vamos a hablarlo en privado como dos personas civilizadas.

Su voz había sonado oscura. Segundos más tarde, Bec­kett se limitó a pasar por su lado y entrar en la habitación. No era la primera vez que Vincent le plantaba cara; no obstante, la sorpresa seguía siendo palpable en el resto. No lograban comprender cómo el detective conseguía que Ho­ward el Temible cediera. Si algún otro osara responderle de la misma manera, su cabeza acabaría de trofeo en su mesa.

Vincent cerró la puerta del despacho mientras veía al inspector ponerse cómodo delante del escritorio.

—Muy bien; si quieres hablar, habla —dijo indicándole que se sentara—. Espero una explicación que me haga en­ tender por qué se ha puesto en riesgo la investigación. ¿Eres consciente de que acabas de mandarlo todo a la mierda?

—¿Todo? —Vincent enarcó una ceja sorprendido—. ¿Te recuerdo que Dmitrii Smirnov solo es una pequeña hormi­ga? Hemos estado vigilando sus movimientos durante me­ses porque era el único con información respecto al Zafiro. Además, el tipo trabaja solo y se esconde muy bien. No tiene ningún tipo de relación con esa ladrona ni con ningún otro. Solo es un empresario que juega a ser ladrón. Smirnov compra las joyas que a él le interesan, no las roba —mur­muró con la inescrutable mirada de Howard encima de él—. ¿Podemos dejar de hablar del ruso multimillonario y centrarnos en lo que de verdad nos interesa, que es proteger el colgante? Lo van a exponer el día treinta, ¿crees que esa mujer no lo sabe ya? Si quieres atraparla, utilicémoslo como cebo. Que filtren la noticia a la prensa y solo habrá que esperarla con los brazos abiertos. Tú mismo lo dijiste: es una ladrona y los ladrones no pueden resistirse. Si quieres resultados, hay que actuar ya.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora