Capítulo 32

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Desde la distancia Aurora pudo apreciar la motocicleta aparcada en una esquina del pestilente garaje donde los demás vehículos ya tenían el motor encendido. Una depor­tiva, totalmente negra, en cuyo asiento descansaban dos cascos del mismo color, uno para ella y el otro para el de­tective.

No le gustaba ir acompañada, pero mucho menos tener que ir detrás, por lo que a Vincent no le quedó más reme­dio que asentir con la cabeza. Tampoco le importó, de he­cho, disfrutaba verla cuando pasaba la pierna para sentarse correctamente.

—Límpiate la baba, colega —murmuró Charles mien­tras se acercaba al coche con una mochila colgada al hom­bro—. Y podrías disimular mejor. No estamos para vues­tros juegos de pareja.

—No somos pareja —respondió el detective—. Y tam­poco tengo la intención de disimular nada.

—Aurora no es de las que se enamoran «bien» —siguió diciendo el líder, con cierto énfasis, aunque no tardó en volverse para añadir—: Solo es una advertencia, para que tengas cuidado, porque según lo que me...

—Te gusta el cotilleo, ¿verdad? —lo interrumpió frun­ ciendo el ceño—. Dime, ¿lo sabes bien porque se ha enamo­rado de ti? —Alzó las cejas para esperar una respuesta que sabía que no iba a llegar—. Si fuera tú, dejaría de hablar de la vida de los demás, sobre todo de la de ella, y me concen­traría en lo que tenemos entre manos.

—Quería avisarte —se limitó a decir encogiéndose de hombros—. Porque luego el que lo pasará mal serás tú, no ella. Además, al jefe no le gustará saber que te follas a su princesita.

Si las miradas hubieran sido capaces de lanzar cuchillos, la del detective ya lo habría hecho. En lugar de eso, ni si­quiera se lo pensó dos veces cuando avanzó hasta él para rodearle el cuello. Un agarre firme, limpio, que arrojó al líder a los pies de la muerte y provocó el silencio entre los presentes.

Los hombres de Charles dieron un paso hacia ellos con la intención de separarlos; sin embargo, la voz de Vincent no tardó en hacerse notar mientras su mirada permanecía en la de él. Sus manos, tratando de aflojar el agarre, demos­traron su miedo.

—La próxima vez que te refieras así a ella, te arranco el corazón —siseó muy cerca de su rostro—. ¿Queda claro?

No quería seguir escuchándolo, tampoco necesitaba una ayuda que se había basado en rumores y mucho menos le interesaba saber si la ladrona se enamoraba «bien» o no. Charles, temiendo que no fuera a soltarlo, empezó a asentir con la cabeza. Incluso trató de disculparse, pero el detective, cansado de su lengua venenosa, no tardó en des­hacer el agarre provocando que empezara a toser con fuer­za. Le regaló una última mirada en la que convirtió su ame­ naza en una promesa antes de dirigirse hacia Aurora, que había presenciado toda la escena.

—¡¿Se puede saber qué hacéis parados?! En marcha —pronunció la mujer en un tono que denotó autoridad. Sentada aún en la moto, observó la intención del detective de colocarse detrás de ella—. Quiero saber qué ha pasado. —Lo detuvo agarrándolo por el brazo y apreció su mirada, aún molesta—. Vincent.

Alzó la cabeza cuando la oyó murmurar su nombre, y dejó que sus miradas se enlazaran en un nuevo baile. ¿Qué iba a saber ese pobre desgraciado de cómo sentía Aurora el amor?

—Te ha faltado al respeto y me he encargado de hacerle saber lo que le pasará si lo hace de nuevo —se limitó a de­cir; segundos más tarde, se subió al vehículo—. Tenemos que irnos.

El ruido de los motores restantes empezó a cobrar vida y los coches no tardaron en abandonar el garaje.

—¿Qué le has dicho?

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora