Capítulo 25

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Había pasado una semana desde su última conversación y Vincent Russell se había prometido no volver a soñar con ella ni con sus labios rojos, tampoco con sus manos o con sus ojos de color verde.

Pero lo había hecho.

Y se había odiado profundamente por ello, pues había fantaseado con otro encuentro en el que la mujer de pelo azabache se hallaba encima de... Cerró los ojos por un ins­tante intentando que aquella imagen desapareciera. Aquel pensamiento lo irritaba. Por ello, esa mañana, una vez que su padre se había ido, le dejó a la dueña de los labios car­mesí otra nota en la cocina. Una similar a la que ya le había escrito.

No se atrevió a esperarla para desayunar, no si aquello implicaba recordar todo lo que le había hecho en su sueño. Prefirió evitar aquella confrontación y, tras haberse asegu­rado de cerrar la puerta principal, se marchó. Thomas ya había avisado de que se quedaría hasta tarde, incluso duda­ba si aparecería para la cena. Y su hijo, por otro lado, no volvería hasta el anochecer. Esperaba que, para entonces, la calidez de su entrepierna se hubiera enfriado por completo. No quería tener que dar explicaciones.

Se introdujo en su vehículo y encendió el motor mien­tras observaba la fachada de la casa en la que había creci­do. Era la segunda vez que la dejaba sola, y esperaba que todo siguiera en orden para cuando volviera.

La ladrona, sin embargo, escondida tras las cortinas de su habitación, oyó el ronroneo del motor y observó al de­tective alejarse por la calle principal. Acababa de presentar­ se su segunda oportunidad para enfrentarse a la habitación prohibida.

Con Sira detrás, avanzó por el pasillo hasta colocarse delante de la puerta. No quiso perder mucho más tiempo, por lo que empezó a maniobrar con el par de horquillas que había encontrado en el fondo de su mochila. Hacía mu­cho que no había tenido que forzar ninguna cerradura; de­jaba que otros se encargaran por ella. No obstante, en aquel momento era su única opción.

Notó que una gota de sudor se le deslizaba por la espal­da, signo de una incipiente sensación de angustia. No ten­dría por qué ser difícil, solo necesitaba... Esbozó una son­risa cuando oyó el pequeño «clic». Empujó la puerta de madera muy poco a poco y se encontró con un escenario que ya se había imaginado. Una de las cinco probabilidades que habían aparecido en su cabeza durante esos últimos días, en los cuales no había podido dejar de preguntarse por qué habrían cerrado aquella habitación.

Sorprendida, acababa de descubrir el despacho de Tho­mas Russell.

Perfectamente amueblado, sin una mota de polvo en nin­guna superficie. El escritorio, con el ordenador, se ubicaba de cara a la ventana para dejar espacio a otra mesa más pequeña, en la que supuso, por la lámpara con la lupa in­corporada, que era donde trabajaba con sus joyas. Se diri­gió a ella, se sentó en el asiento y dio una vuelta para ins­peccionar con la mirada cualquier detalle.

Se trataba de un despacho normal y corriente, con un par de estanterías y cajoneras. Nada fuera de lugar o que llamara demasiado la atención... Aunque esos detalles, los que cualquier otro ignoraría, eran los que despertaban el interés de Aurora. Su intuición le susurraba que encontra­ría algún secreto que podría utilizar en un futuro. Tal vez información que Thomas no quería que ella supiera, in­formación importante, de esa que se esconde en una caja fuerte.

El padre del detective aún no confiaba en ella; de hecho, ninguno de los dos lo hacía, y ella tampoco se quedaba atrás. Si bien no eran contrincantes, tampoco eran amigos; por lo tanto, la alianza que ahora los unía podría romperse tarde o temprano.

Esas palabras la llevaron a recordar la noche en el hos­pital cuando Thomas la salvó de Howard Beckett. Sin él no habría podido escapar, tenía que admitirlo. Pero ¿quién po­día asegurarle a la princesa de la muerte que eso equivalía a una lealtad absoluta? No había hincado la rodilla ante ella, mucho menos su hijo, y dudaba de que fuera a hacerlo algún día. Aurora era consciente de ese hecho inamovible y tampoco se encontraba en su naturaleza esperar de brazos cruzados hasta que se diera. Debía prepararse, tener un plan que la resguardara de cualquier imprevisto, y el primer paso de cualquier estratagema era hacerse con la ventaja para abatir a los demás jugadores más tarde.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora