Capítulo 10

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Sintió como si la misma noche la zarandeara tratando de que abriera los ojos. Por fin lo consiguió y la sacó de aquel cuarto de baño de un club cualquiera. Acababa de tener un sueño erótico que había mojado levemente su ropa in­terior.

Aurora no pudo evitar inspirar hondo para soltar todo el aire. Sentía la nuca pegajosa, además de las pequeñas gotas de sudor deslizándosele por la espalda. Incluso notó la humedad en la entrepierna; le reclamaba que terminara lo que su sueño había empezado, y la princesa de la muerte pocas veces ignoraba lo que su cuerpo le pedía.

Se levantó de la cama tratando de hacer el mínimo ruido y se encerró en el cuarto de baño después de rebuscar en la maleta para llevarse lo esencial.

Iba a tocarse. Y lo iba a hacer bajo la lluvia templada de la ducha, pues no podía esconder el deseo que aquel sueño acababa de provocarle. No le importaba tener compañía a pocos metros, aunque estuvieran profundamente dormidos; tampoco que el reloj hubiera dado las cuatro de la mañana, y mucho menos que el nombre de quien le había hecho ver las estrellas no dejara de resonar en su cabeza. Al fin y al cabo, ella no se lo diría y Vincent seguiría viviendo en la ignorancia.

Aurora se refugió bajo el agua dejando que la melena le cayera cual cascada por la espalda y no se lo pensó dos veces cuando deslizó una de las manos por su pecho. Empezó a manosearlo, a acariciar la aureola rosada y sentir lo mismo que le había provocado el detective en su fantasía. Su otra mano, entretanto, envolvía el juguete de silicona para diri­girlo hacia la zona palpitante que ansiaba una penetración profunda.

Escondida tras el ruido de la ducha y mordiéndose el labio inferior, dejó que sus manos la complacieran hasta que olvidó lo que había soñado: a él embistiéndola contra la pared de aquel baño minúsculo, sus piernas rodeándole la cintura. Intentaba no gritar cada vez que entraba en ella. Más profundo. Más rápido. Y más, y más...

Aurora se mordió de nuevo el labio mientras cerraba los ojos con fuerza, pero se arrepintió en el instante en el que su rostro volvió a aparecer. No podía dejar de proyectarse en su sueño; solo pensaba en él, en Vincent sujetándola con fuerza.

Esa fantasía la engulló de nuevo e imaginó la caricia de sus manos por su cuerpo desnudo, al detective escondido en su cuello emborrachándose de la suavidad de su piel y de su reacción ante unos besos que, de haber sido reales, le habrían dejado marcas.

Ya no oía el sonido del agua, tampoco el de su respira­ción irregular; se había olvidado de dónde se encontraba. La princesa de la muerte, acurrucada en la bañera vacía, mantenía la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos todavía cerrados. No podía detener el vaivén del juguete entre sus piernas, levemente flexionadas, cuando estaba empezando a sentir la cercanía del orgasmo.

Necesitaba llegar al punto álgido y sentir la agitación de su cuerpo. Para ello, con la mano libre, le brindó su aten­ción al clítoris, ya sensible; empezó a acariciarlo con las yemas de los dedos. Con trazos circulares y variando la presión, sintió que las piernas le temblaban y arqueó la es­palda.

Acababa de correrse pensando en Vincent Russell solo con imaginarlo entre sus piernas.

Era consciente de que aquello no sucedería nunca, pero no iba a negar la atracción que había sentido al verlo por primera vez, o cuando bailaron aquel tango provocador. Si la vida no los hubiera declarado enemigos naturales, si solo hubieran sido dos desconocidos hambrientos de una noche de placer, tal vez no se habría conformado con una triste masturbación en la ducha. Tampoco habría fantaseado con sus besos y el juego de sus caderas, con él entrando por completo en su interior.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora