Capítulo 7

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Victoria y Alessio Varano.

Con aquellos nombres Aurora y Romeo se infiltrarían en la fiesta de Dmitrii Smirnov. Se harían pasar por dos herma­nos adinerados y recién llegados de Monza; el ruso descono­cía por completo su apariencia física. «Es el disfraz perfec­to», había murmurado Nina después de haber investigado su vida entera. Teniendo en cuenta el detalle de la naciona­lidad, no tendrían que esforzarse por ocultar su acento.

Era su primera vez en Estados Unidos y, gracias a su red de contactos y amistades, Smirnov les había hecho llegar una invitación a su fiesta exclusiva, que empezaba a las siete de la tarde. Se celebraba en una enorme mansión cuyo salón podía albergar cerca de trescientos invitados, ubicada en la zona residencial de los Hamptons y a poco más de dos horas en coche de la ciudad neoyorquina.

—¿Todo el mundo tiene claro el plan? —preguntó Auro­ra saliendo de la habitación.

Por supuesto, lo tenían como el agua, pues se habían pasado la semana entera recabando información sobre el ruso y su interés por el Zafiro de Plata. Cómo entrarían y se mantendrían entre las sombras, por dónde saldrían... Muchas variables daban pie a infinitos escenarios que se habían esmerado por cubrir.

O a casi todos.

Aurora y Romeo serían la cara visible de la misión, ves­tidos con sus mejores galas para entrar por la puerta gran­de. Nina se mantendría oculta hasta la señal y les brindaría soporte informático, y Stefan aguardaría en el vehículo hasta su llegada, quedándose pendiente, también, de la co­municación con el exterior. La segunda al mando había conseguido, por tiempo limitado, interceptar la radio de la policía.

—Yo tengo una pregunta —pronunció Stefan ganándo­se la atención de los demás. Un asunto de vital importancia e independiente de la misión le generaba inquietud—: Res­pecto a tu gatita... No pretenderás que se quede en el co­che conmigo, ¿no? Que nos conocemos. —Sira se encontra­ba tendida sobre el sofá cual reina contemplando a sus súbditos—. Es una misión, no un parque de atracciones gatuno —protestó sin dejar de mirar a Aurora—. Me dis­traerá. Y si, además, la dejas a mi cuidado y se le ocurre salir corriendo, acabaré sin manos.

Aurora se permitió esbozar una pequeña sonrisa. Qui­so responder, pero ni siquiera le dio tiempo a abrir la boca cuando la voz del italiano volvió a inundar la habi­tación:

—¿Y si tiene hambre? ¿Y si tiene que hacer sus necesidades? No sé tú, pero yo no lo veo.

Nina y Romeo, fingiendo estar ocupados, no perdían detalle de la conversación.

—¿Sabías que los gatos son unos animales muy inde­pendientes? —respondió la ladrona para cortar su histeris­mo. Le divertía la situación—. Estaremos fuera unas ocho horas, diez como máximo. No le pasará nada. —Se encogió de hombros, despreocupada, mientras le echaba un vistazo a Sira.

—Hombre, pues... A mí me preocupa más la casa. Los ordenadores, los cables, mis calcetines... Ya sabes, esas cosas.

—¿Quieres tenerla en el coche contigo? —Aurora alzó las cejas.

Nina, al observar la reacción de Stefan, empezó a reírse y, después de colocarse las gafas de sol en la cabeza, inter­vino:

—Sois de lo mejorcito que tiene la organización, unos delincuentes de manual que aprietan el gatillo sin pestañear. Pero cuando se trata de Sira... ¿Le tenéis miedo o qué?

—Miedo a morir, que es diferente —murmuró Stefan, y Romeo asintió con la cabeza.

—No digáis tonterías —contestó la ladrona, que no dudó en dejarse abrazar—. Ciao, amore.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora