Capítulo 23

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Cualquier individuo sobre la faz de la tierra habría recono­cido que se estaba viviendo un silencio incómodo. Se po­dían apreciar, colgando del techo, los hilos invisibles que tensaban cualquier movimiento del cuerpo. Los mismos que desde hacía diez minutos Thomas Russell contemplaba en su propio comedor.

Intentó empezar una conversación banal sobre el tiem­po; sin embargo, a ninguna de las dos personas sentadas a su lado le pareció interesante. Incluso pensó en mencionar el postre que tenía en la nevera, pero desechó la idea al ob­servar cómo el detective y la ladrona evitaban cruzar la mirada. Se preguntó si todas las comidas irían a ser así y, cuando quiso aprovechar un último intento, Sira saltó so­bre la mesa y captó la atención de los tres.

—Parece que a alguien se le ha olvidado enseñarle mo­dales —murmuró Vincent sin dejar de mirar el plato. Se­ guía moviendo el puré de patatas de un lado a otro.

Lo peor que se podía hacer ante un silencio incómodo era añadir más leña al fuego con comentarios grotescos.

Como era de esperar, Aurora contestó.

—Y lo dice quien no ha dejado de jugar con la comida. ¿Papi tiene que hacerte el avioncito para que comas? —Su tono de voz fue ofensivo, buscaba molestarlo, pero solo consiguió que se riera. Aurora frunció el ceño ante aquella reacción—. Alguien se ha quedado sin argumentos, por lo que veo. Sira, abajo, vamos —ordenó mirándola. La feli­na trató de resistirse, pero al observar el enojo que ema­naba de sus ojos, dio un salto para alejarse del campo de minas.

Se vaticinaba un nuevo silencio, pero Vincent lo cortó y su padre, con las manos juntas sobre la mesa, se limitó a inspirar hondo.

—¿Te molesta que me ría? —preguntó mientras se incli­naba contra el respaldo de la silla. Quería provocarla. Ni siquiera sabía por qué, pero quería hacerlo.

—Vincent, hijo... —Thomas trató de frenar la discusión que estaba a punto de comenzar.

—No sabía que tenía prohibido reírme en mi propia casa. Es irónico, teniendo en cuenta que se trata de una simple invitada que no es bienvenida, por cierto.

Sonrió y dejó el tenedor en el plato. Sus miradas volvie­ron a encontrarse y Aurora no pudo resistir la tentación de adentrarse en aquel color miel. Apretó la mandíbula.

—Según tengo entendido, tú ya no vives aquí —respon­dió—. Y si no hubiera sido bienvenida, como dices, tu pa­dre no me habría permitido quedarme en su casa. Quieres provocarme, ¿crees que no lo veo? Adelante. Vas a perder el tiempo y se te olvida que yo también sé contestar.

El detective esbozó una mueca: una débil inclinación de las comisuras que significó su pronta derrota. No supo qué contestar, ¿qué podía decirle? No obstante, su padre le lan­zó un salvavidas.

—¿Podemos tener la fiesta en paz, por favor? —intervi­no Thomas—. Parecéis niños de diez años peleando por la última piruleta. Tú cumples treinta en unos meses, y tú... —Desvió la cabeza hacia Aurora y se dio cuenta de que no sabía su edad.

Ni siquiera supo si preguntarle o no, pero la muchacha se le adelantó.

—Veinticuatro —murmuró centrando de nuevo la aten­ción en el plato—. No me gusta discutir por tonterías —con­fesó, y le regaló una última mirada a su oponente—. Pero no vuelvas a provocarme con Sira. Me da igual que no te gusten los gatos, no quiero que te dirijas a ella.

—Nunca he dicho que no me gusten —respondió él, y no pudo evitar observarla mientras la veía remover el puré, justo como él había hecho. Contempló sus manos bajo las mangas de la sudadera, casi escondidas. También se fijó en la trenza que le caía por el lado derecho, en los mechones cortos que se habían escapado y que le conferían ese aire despreocupado—. No era mi intención utilizarla para enfa­darte, lo siento —murmuró sin retirar los ojos.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora