Capítulo 11

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A Thomas no le gustaba dar explicaciones ni jugar en equi­po, y mucho menos recibir órdenes de quienes no aprecia­ban el arte como él.

No pudo evitar dedicarle otra mirada a su jefe.

A pesar de que era el director de uno de los museos de arte más reconocidos de la ciudad, Aaron Williams solo sabía ver el valor monetario de las obras para exprimirlo y revolcarse en sus ganancias. Si no hubiera sido por Tho­mas, el Zafiro de Plata habría seguido vagando por el mun­do. Por lo menos, podía dormir tranquilo sabiendo que la joya estaba resguardada en el museo, con un impenetrable sistema de seguridad alrededor.

Aunque «tranquilidad» tampoco era la palabra ade­cuada.

No podía quitarse de la cabeza las palabras de la ladro­ na: «Nos veremos el día treinta y se lo robaré sin que se dé cuenta». ¿Intentaba sonar graciosa? ¿Segura? ¿Mostrar su altanería?

Habían transcurrido seis días desde que la ladrona ha­bía dejado caer la nota desde el cielo, y no había vuelto a pronunciarse desde entonces. El director reconoció la juga­da detrás del silencio: con el desafío aceptado, se había adue­ñado de su mente y aquello le provocaba angustia, miedo y paranoia, sentimientos que lo destrozaban a medida que se acercaba la fecha. Muy en el fondo, más que por el Zafiro, sentía temor por las catastróficas consecuencias que ocasio­naría el robo.

No lo iba a permitir.

—Tu hijo es policía, trabaja en el caso, ¿todavía no han averiguado nada de la nota que ha mandado? Ya han pasa­ do varios días, ¿se puede saber qué están haciendo?

No le gustó en absoluto la entonación, tampoco la exi­gencia de su gesto. Entendía su situación, pero no era el único que sufría.

—Aaron... Trabajan las veinticuatro horas del día, quie­ren capturar a esa criminal más de lo que tú y yo deseamos, pero las cosas llevan su tiempo. Además, Vincent no me cuenta los pormenores de la investigación.

—Debería —se limitó a responder—. Están de brazos cruzados mientras intentan robarme el Zafiro bajo sus na­rices.

«Robarme». Robarle a él una joya que a Thomas le había supuesto años localizar.

Dejó de hablar durante unos segundos, que aprovechó para cerrar los ojos y masajearse el cuello.

—Lo siento, estoy nervioso, nunca me he enfrentado a ella. No sé lo que hará, cómo entrará, por dónde saldrá... —continuó, aunque las palabras se le atropellaban—. Si supieras algo, no dudarías en decírmelo, ¿verdad?

—Deberías hablar directamente con la policía. Howard Beckett está al mando de la investigación, él podrá respon­der todas tus dudas —explicó deseando que la conversa­ción llegara a su fin.

—No tengo dudas, quiero que me aseguren que harán todo lo posible por atraparla. Quiero resultados, avances, que me digan lo que están haciendo en todo momento. —La desesperación se apoderaba de su mente. Thomas no sabía qué decir—. No podemos perder esa joya. ¿Te imaginas el ridículo? ¿Las consecuencias?

Intentó por todos los medios que no se le escapara el suspiro que delataría su incomodidad.

—Dejando a un lado las consecuencias, si llegáramos a perder el Zafiro, sería difícil recuperarlo.

—Claro, claro, ni lo menciones —respondió—. Por eso quiero que la policía me mantenga informado en todo momento. ¿Sabes si es su prioridad número uno? Debería ser­ lo; al fin y al cabo, se trata de una de las criminales más buscadas.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora