Capítulo 31

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Reunidos en un almacén cualquiera, ubicado en algún pun­to de Nueva York, Aurora se levantó con tal ímpetu que su silla casi cayó al suelo, pero la rápida reacción de Vincent frenó el impacto.

—Tengo su ubicación —comentó la persona que, senta­da delante del ordenador, había rastreado la llamada entre la ladrona y la muchacha que la había traicionado—. Se encuentra a las afueras del distrito de Staten Island, en una propiedad privada a nombre de Dmitrii Smirnov. ¿Quieres que acceda a las cámaras de seguridad?

—Déjame pensar —se limitó a decir mientras dirigía la mirada hacia el hombre de piel oscura, cruzado de brazos, cuya espalda se hallaba apoyada en la pared más alejada. En aquel instante el detective sospechó que era la perso­na al mando de aquella organización en la que era muy fácil entrar, pero no salir; en la que regalaban disparos a todo aquel que no obedeciera o que hablara más de la cuen­ta. Todo el que se encontrara entre esas cuatro paredes res­petaba la figura de la ladrona.

Y ahí se encontraba Vincent Russell, cuyo cargo había omitido, observando en silencio a esa panda de delincuen­tes, escondido bajo una piel de cordero. Nadie le había qui­tado los ojos de encima y, si no hubiera sido por la impo­nente presencia de Aurora a su lado, lo habrían atado para darlo de comer a los perros.

Bastó una orden de la mujer de ojos verdes para que las miradas asesinas se suavizaran. «Tocadlo y estáis muer­tos», había pronunciado nada más llegar. Y nadie se atre­vió a acercarse siquiera, pues sabían que Aurora se hallaba en lo alto de la pirámide de la organización, como si perte­neciera a la realeza misma. La principessa della morte, tí­tulo que el propio Giovanni se había encargado de que to­das las ramificaciones que dirigía —Nueva York, sur de España, París y Grecia— conocieran.

Sabían de su relevancia, mas no a qué se dedicaba en realidad: el robo de joyas. Aunque algunos ya lo intuyeran, tampoco se habían atrevido a comentar nada al respecto, pues la misión de aquella noche consistiría en el rescate de Sira: la felina de pelaje negro con el collar de diamantes auténticos que siempre se sentaba en el regazo de la prin­cesa.

Cuando la ladrona decidió confiar en la palabra del de­tective después de la conversación que habían mantenido, no tardó en llamar al capo para advertirle de su llegada a la base neoyorquina. Era consciente de que necesitaba dispo­ner de recursos y hombres para la guerra que acechaba. Giovanni accedió a su petición y no tardó en informar a Charles, el hombre al mando de la subdivisión, de la misión que Aurora encabezaría.

Charles nunca la había visto en persona, pero conocía los rumores que acompañaban a su nombre. Una mujer impla­cable, despiadada, que no dudaba en bañarse en las lágrimas de los que osaran cuestionar su palabra. Diferentes histo­rias, unas más tétricas que otras, cuya protagonista siempre era la misma y que ahora se encontraba delante de él.

Tras unos segundos en los que aún se mantuvo apoyado en la pared, el hombre de piel morena acató la silenciosa orden de Aurora que le pedía que se acercara. Algunos se apartaron a su paso mientras observaban al líder y a la prin­cesa de la organización tratar de ponerse de acuerdo.

—Antes de hacer ningún movimiento, necesito que un equipo reconozca el lugar: cuántas entradas hay, cuántos hombres vigilan, las cámaras, de qué tipo de propiedad es­tamos hablando, el terreno... Quiero saberlo todo y quiero saberlo ya —ordenó—. No voy a arriesgarme a caer en una trampa; conociéndola, me sorprende que haya accedido tan rápido. —Empezó a retorcerse la piel de las manos casi sin darse cuenta—. Tiene que ser una trampa —aseguró en un susurro, como si estuviera hablando consigo misma mien­tras recordaba la conversación que acababan de tener.

Ladrona de guante negro (Trilogía Stella Nera, 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora