Capítulo 3: Rey Dominic Alexander II

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—Me gustaría ser un hechicero para descubrir qué te hace mantener la mirada fijamente por esa ventana.

—Andrew, mi buen y viejo amigo.

—¡Mi Rey! —Saluda Andrew, el primer ministro y leal amigo del Rey Dominic Alexander II.

El Rey Dominic ascendió al trono a los veintitrés años después de la muerte de su difunto padre, el Rey Magnus V. Dominic aprendió a gobernar con justicia y sabiduría, llevando prosperidad al Reino de Herden, donde se ganó el amor de su pueblo, lo que despertó la envidia de los ojos desconocidos y de otros reinos vecinos.

—Su Majestad —Comenzó, haciendo una profunda reverencia—. Me disculpo por la interrupción repentina, pero traigo noticias urgentes.

—Siéntate, Andrew. —Hizo un gesto con la mano indicando la silla para que se sentara.

El primer ministro respiró profundamente, organizando sus pensamientos, y luego dijo: —Los mensajeros del reino vecino trajeron información sobre movimientos sospechosos en las fronteras. Parecen estar reuniendo tropas y tememos que una invasión sea inminente.

—Ya sospechaba de eso, Andrew. Apuesto a que hay cómplices dentro de mi corte. Algunas de esas familias están traicionando al reino en beneficio propio.

—¿Qué vamos a hacer? Sin pruebas, no podemos acusarlos.

—Convoca una reunión del consejo de inmediato, pero solo con hombres en quienes confíes plenamente. Debemos estar preparados para cualquier eventualidad. Y envía emisarios al reino vecino; quiero conocer sus intenciones.

—Como desees. Su Majestad.

—¿Cuánto tiempo hemos estado juntos, Andrew? Somos amigos, y cuando estamos solos, puedes llamarme Dominic. —Andrew lo miró y asintió con la cabeza, sintiéndose orgulloso de formar parte del selecto grupo de amigos del Rey.

Andrew es cinco años mayor que Dominic, se conocieron porque la madre de Andrew trabajaba como una de las sirvientas en el Palacio Real.

—Y ahora, cuéntame, ¿cómo está tu familia?

Todos están muy bien. Los niños cada día que pasa se convierten en verdaderos hombres, con carácter y dignidad. —Dominic ofreció una sonrisa de satisfacción y se acercó a la ventana, donde miró fijamente a un punto.

Andrew, mejor que nadie, sabía por qué Dominic se había convertido en un hombre callado y solitario. Ser Rey no es fácil; muchos pueden decir que el Rey tiene una buena vida, rodeado de lujo y comodidades, pero solo aquellos que lo conocen de cerca conocen los fantasmas que carga consigo.

Su padre murió de una forma sospechosa, sus enemigos no dejan de conspirar contra él, asumió el trono sin estar preparado, lo que lo llevó a descuidar su matrimonio para ocuparse de sus deberes reales, y por esa razón no se dio cuenta de que su esposa Abigaíl cayó en una profunda depresión y terminó por suicidarse.

La pálida luna arrojaba un frío resplandor sobre los vastos jardines del palacio. Dominic estaba perdido en sus pensamientos, contemplando algo mucho más allá. El peso del trono, la carga de la corona, nunca había parecido tan opresivo como en ese momento.

Andrew, observando desde una distancia respetuosa, sintió una oleada de compasión por su amigo. Se acercó lentamente, con la discreción de un confidente fiel.

—Mi Rey... Dominic —Dijo suavemente—. Es una noche difícil, lo entiendo. A veces, los fantasmas del pasado son los más difíciles de superar.

Dominic levantó la mirada, sus ojos, una vez llenos de vitalidad y pasión, ahora reflejaban el dolor de años de lucha y pérdida. —Sabes, Andrew, nunca pedí esta corona. Los dioses deben tener un sentido del humor cruel al haberme elegido. Cada vez que cierro los ojos, veo a Abigaíl. Y la culpa... la culpa me consume.

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