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Rin pasó la noche más larga de su vida encerrada en ese lugar oscuro, el cual parecía un cajón en el que no se filtraba ni la más mínima luz. 

Fueron largas horas de llanto y de rogarle al cielo por un poco de piedad. Tenía miedo de morir, miedo porque presentía que su muerte no sería sencilla. 

Pero a la vez, veía en esa posibilidad una salida. Cuando finalmente la tortura terminara, cuando finalmente todo acabará, podría reunirse con su madre, podría conocerla, ya que nunca tuvo la oportunidad de hacerlo. 

Lamentablemente, su madre había muerto dándola a luz. Kikyo, como su padre le contaba, era una mujer hermosa, encantadora, la cual lo cautivó con tan solo una mirada. Su padre la amaba, y lo sabía muy bien, porque tenía prácticamente un altar montado para ella en su habitación. 

Enormes cuadros de la mujer, rodeaban las paredes de aquella recámara, a la cual solía entrar muy poco. Su padre nunca se volvió a casar ni le conoció a otra pareja en todos esos años. Él siempre le hablaba de su madre, siempre la mantenía presente como si aún viviera. 

—Eres tan idéntica a ella—solía decirle de vez en cuando, con una mirada profunda empañando sus orbes. 

Rin siempre había idealizado ese amor tan intenso que su padre le profesaba a su madre. Siempre había soñado con vivir una historia así, con conocer la intensidad de un sentimiento que ni con la muerte podía ser borrado.

Realmente lo soñó, lo deseo y estuvo tan cerca de tenerlo; pensó ahora echando un vistazo al pasado. 

Y mientras visualizaba su pasado perdido, no pudo dejar de pensar en Kirinmaru, en todos los momentos que compartieron juntos, en las risas, en los instantes de llanto. 

Él era su amigo. 

Él era su único y más grande amor.

Porque sí, se había enamorado de su guardaespaldas hacía mucho tiempo, pero nunca se lo confesó. 

Y ahora estaba ahí, arrepentida de no decírselo, de no expresarle lo mucho que lo quería con palabras, lo mucho que le hubiese gustado experimentar con él su primer beso. 

Rin sacudió la cabeza desechando todas esas boberías, las cuales ya no importaban. ¿Qué caso tenía? Moriría y no volvería a verlo. 

Y mientras pensaba en ello, la puerta de aquella ratonera en la que se encontraba se abrió, revelando así a una figura que le heló los huesos... 

La jovencita se arrastró por el suelo de la habitación hasta dar con la pared más cercana, tenía miedo, eso era un hecho. 

«¿Su hora había llegado?», se preguntó. 

El hombre, portador de aquella mirada de hielo, cruzó con grandes zancadas el espacio que los separaba y, inclinándose sobre ella, le agarró de la barbilla para que lo mirara. 

Sus cejas se juntaron mínimamente en una expresión de extrema concentración, parecía pensar algo, estar a punto de tomar una decisión. 

Rin tragó en seco esperando el veredicto, esperando conocer cómo sería su final… y así fue, a los pocos segundos, el horror se hizo presente ante sus ojos en forma de puñal. 

Un enorme mechón de su cabello fue jalado y al segundo siguiente había sido cortado. 

La jovencita, con el corazón latiéndole a mil, miró como aquel sujeto se alejaba empuñando gran parte de su pelo. Su hermoso pelo, el mismo que cuidaba mensualmente con costosos tratamientos.

—Maldito loco—sollozo Rin, viéndolo dirigirse a la puerta, luego de darle el susto de su vida. Por un momento pensó que la rebanaría. 

—Ruega porque esto sea suficiente para movilizar a tu padre, porque si no, la próxima vez no vendré para arrancarte solo cabello—dicho eso, desapareció del lugar. 

La puerta se cerró y con ello regresó la oscuridad. Las horas siguieron transcurriendo y lo único que le habían traído de alimento, era un pan mohoso junto con un poco de agua. 

Rin se negó a consumir ambas cosas, había decidido que lo mejor sería morir por inanición. 

De esa forma siguieron avanzando las horas y dos días de ayuno habían bastado para debilitarla. 

La muchacha presa de una fiebre que sacudía su cuerpo, contemplaba su muerte. «Resultó más pacífica de lo que pensé», se decía en ese estado semiinconsciente. 

—¡Maldición, Sesshomaru! No puedo creer que no me hayas permitido matarla, para dejarla morir así. ¡Mírala, hasta parece feliz!

—No morirá—sentenció el hombre con tranquilidad. 

—¿Cómo puedes estar tan seguro? Parece estar agonizando. Se ve muy mal.

—Esto no es más que una reacción natural de su cuerpo. Después de todo, no está acostumbrada a estar en un ambiente tan frío, ni a comer el tipo de basura que le hemos estado dando. 

—¡Ja! ¿Y entonces qué sugieres? ¿Traerle caviar? 

—Por supuesto que no—contestó con frialdad—. Pero no puedes esperar que una criatura tan débil, soporte más que esto. 

—¡¿Qué no lo puede soportar?! Pues su padre me tenía en peores condiciones cuando fui su prisionera. 

—Lo sé, Kagura. Tú eres fuerte. Pero ella…—dejó la frase inconclusa, porque lo que la completaba era más que evidente. 

—¡Maldita debilucha!

—Pide que la trasladen, de lo contrario, morirá—dada la orden, salió de la habitación dejando el destino de Rin en manos de la mujer. 

Kagura se mordió el labio inferior pensando en la posibilidad de torturarla y matarla ahora sí. Sin embargo, desechó el pensamiento, porque sabía que la muchacha era importante para atrapar al pez más gordo. 

Efectivamente, luego de un baño con agua caliente y un buen almuerzo, Rin se sintió con mayores fuerzas. Las cosas fuera de su habitación se estaban tornando difíciles, mientras recuperaba lentamente su vitalidad.  

Naraku, luego de recibir una caja con una amenaza que contenía un mechón de cabello de su hija, enfureció mucho más y decidió darle cacería de una vez por toda al último de los Taisho. 

Ese mismo día ambos bandos se enfrentaron, resultando con Kagura herida. 

La mujer se debatía entre la vida y la muerte, y mientras eso sucedía, Sesshomaru entró en el cuarto de Rin cegado por la ira. 

¿Acaso Naraku creía que estaba jugando? ¿Creía que no sería capaz de torturar y matar a su querida hijita? Pues se encargaría de demostrarle lo contrario…

Yako Donde viven las historias. Descúbrelo ahora