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Sentía que no podía moverse, uno a uno, sus huesos le dolían. Ese hombre la había arrojado tan fuerte, todavía no entendía cómo era que no la había matado de ese solo movimiento. 

«¿Qué le había hecho su padre para que la odiara tanto?», no dejaba de hacerse esa pregunta. 

Nunca había tenido que sentir este tipo de dolor, el dolor físico. Su padre jamás le había puesto un dedo encima, él siempre había sido muy complaciente. En su niñez y adolescencia lo tuvo todo, lujos, viajes, una vida aparentemente feliz. Todo era así hasta hacía apenas unos días. 

Ahora estaba a merced de ese monstruo, de ese hombre que al parecer disfrutaba de hacerla sufrir.

¿Por qué no la mataba de una vez? 

¿Por qué no acababa con su tortura?

Los días y las horas se le hacían insoportables, desde esa noche, no había podido volver a dormir. Cada vez que sus ojos se cerraban, lo visualizaba, veía el dorado de su mirada, veía su sed de sangre, veía su deseo de venganza.

Ese hombre, ese rostro, se estaba haciendo demasiado vigente, justo como una alarma, algo que estaba atormentándola. 

¡Detente! 

¡Para! 

Eso era lo que se escuchaba decir cada vez que cerraba los ojos y la pesadilla regresaba. 

No quería, no quería volver a verlo, solo quería que…

—¡Déjeme en paz, por favor!

—Está delirando de nuevo—informó uno de sus hombres.  

Sesshomaru asintió, indicándole que podía retirarse. Ya eran tres días los que llevaba su rehén, gritando por las noches. Presentía que tenía la culpa, puesto que todo había comenzado desde el día en que le había hecho su pequeña visita.

—¡No quiero! ¡No!—siguió diciendo, sacudiéndose en medio de un sueño que parecía ser demasiado turbulento. 

Se veía pálida, demacrada. No era la misma niña que llegó hacía más de una semana. La misma que se mostraba ante el mundo como una princesa, pulcra, bien cuidada. Toda una señorita de la alta sociedad. 

—No, no—sollozo levantándose de golpe y colocándose una mano en el pecho. 

Su respiración era acelerada y las lágrimas que salían de sus ojos parecían grandes cascadas.

—¿Qué soñabas?—le preguntó entonces, ocasionando que de sus labios se escapara un grito agudo. 

—¡No!—grito ahora sí, con verdadero terror.

—Te hice una pregunta. 

—No, no, no quiero repetirlo—negó insistentemente, alejándose, pegándose más a la pared, haciéndose un ovillo. 

La visión era deprimente en muchos sentidos, verla así, pequeña y desamparada, como un animalito desahuciado al que su dueño no se cansaba de maltratar, debería ser satisfactorio. Era la hija de Naraku, después de todo, se merecía más que eso. Sin embargo, la imagen no le satisfacía, se sentía bajo al aplastar a alguien tan débil. Era una niñita después de todo…

«Es la hija de Naraku», le repitió su subconsciente y le dio la razón. El final de la pequeña criatura estaba escrito desde el mismo instante en que nació. 

Quizás lo mejor sería dejarle el gusto de su muerte a Kagura. Él prefería quedarse con el padre. 

—Y-yo no lo entiendo…—hablo entonces, mirándolo con temor, pero a la vez con una fuerte valentía—. ¿Qué le hice?—preguntó con un sollozo—. ¿P-por qué estoy pagando? ¿Dígame al menos? Merezco saber cuál es el pecado que cometí. 

—Nacer—le contestó fríamente. 

La muchacha abrió la boca y luego negó.

—Nacer—repitió mirando al suelo—. ¿Y quién le dijo que yo lo pedí?—lloró más abrazándose a sí misma. 

Quizás si debería darle un tiro y ahorrarle la tortura que de seguro Kagura le daría. Se compadeció por un momento. 

—¿Qué piensa hacer? ¿Cuándo va a matarme? A-al menos, ¿al menos dígame cómo moriré?

—No estás en condición de hacer preguntas. 

—¡Eso ya lo sé!—explotó entonces, al parecer tenía carácter—. ¡Pero qué más da, ¿no?! Moriré y no importa nada más. No importa que no haya pedido nacer, no importa que no tenga la culpa del padre que me tocó tener, y tampoco importa que sea inocente, que nunca le haya hecho nada a usted ni a aquella loca mujer. ¡Por Dios, ni siquiera los conozco!—terminó de enumerar entre lágrimas. 

—Tienes razón. No importa nada de lo que dices. 

La muchachita frunció el ceño y lo miró con rabia. 

—Entonces, máteme de una vez, qué más da—le ordenó, como si estuviese en condiciones de darle órdenes. 

—Te mataré cuando se me antoje—le dijo entonces, acercándose y tomándola de la barbilla fuertemente. 

Esta vez no encontró el mismo temor que lo recibió aquel día al entrar, ahora parecía verlo fijamente, desafiante. 

—No, máteme ya. Hágalo ahora.

—Tú no me das órdenes—rugió molesto. 

Ella lo miró aún más rabiosa. 

—Hágalo, acabe con esto—le apremio, parecía urgente, deseosa. 

Por un momento estuvo tentado a hacerlo. ¿Quién se creía para desafiarlo? Pero luego negó, conociendo su objetivo. Quería una muerte rápida, facil. 

—Yo no te mataré. Lo hará Kagura, la mujer a la que le dices loca—le aclaró al ver su confusión—. Ella se encargará de darte una acogedora despedida, ¿qué te parece? 

El temor regresó rápidamente a los ojos de la muchacha, quien hizo el intento de apartar su mano de su rostro. 

—¡No me toque! ¡Todos ustedes están locos!

—Eso agradécelo a tu padre. 

—¿Papá?—sus ojos se entristecieron mucho más—. Ni siquiera sabía que mi padre era un mal hombre. 

Aquellas palabras estaban cargadas de sinceridad. Realmente parecía ser alguien inocente en un mundo corrompido por la maldad, una maldad que había sembrado su propio padre.

—Tu padre es mucho más que un mal hombre. 

—¿Q-qué les hizo?

La pregunta surgió de forma espontánea, una parte de su ser se negó a contestarla. No eran amigos, sin embargo, sentía que sí merecía conocer los delitos que le estaba cobrando. 

—No puede ser. P-papá, papá...

—Tu padre es una basura. 

Rin lloró con mayor ahínco al darse cuenta de que había vivido en una mentira por toda su vida. ¿Quién era su padre? Sentía que no lo conocía, sentía que no tenía ni la menor idea de quién era Naraku Onigumo...

—Déjame ayudarte—le dijo entonces, y ni siquiera supo de donde surgió aquella disposición. 

Yako Donde viven las historias. Descúbrelo ahora