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Había perdido la cuenta de los días que llevaba cautiva en ese lugar, desde su perspectiva parecían cientos. La oscuridad seguía envolviéndolo todo, sus noches y también sus días, ya no lograba distinguir entre uno y otro. 

«¿Era de día? ¿O acaso la noche había extendido su manto ya?», solía hacerse frecuentemente esa pregunta. 

Siempre en un determinado momento del día, alguien aparecía y le dejaba un plato de comida con un poco de agua. Esta comida a veces variaba, algunas veces eran vegetales o con suerte un poco de carne; pero ya no era el mismo pan mohoso que la recibió en sus primeros días. 

Sin embargo, a pesar de la mejoría en su alimentación, su cuerpo seguía sintiéndose muy debilitado. No estaba acostumbrada a un menú tan simple, ni a subsistir de una sola comida.  

Y aquel no era el único de sus problemas, su aspecto dejaba mucho que desear. Sus ropas estaban todas sucias y harapientas, al igual que su piel, que se encontraba impregnada de mugre. Y aunque la habían bañado cuando se enfermó, aquello no se había vuelto a repetir otra vez. 

Rin, la princesita de papi, la jovencita más admirada y envidiada de su escuela, ahora no era más que un alma en pena atrapada en la jaula de un demonio. 

Las lágrimas se deslizaron por su rostro al ser consciente de su mala suerte; al mismo tiempo la puerta de la habitación se abrió, un chirrido produjo la madera y una figura femenina se mostró desde el umbral. 

Su corazón se mostró agitado y temeroso ante la presencia de la mujer, la cual la miraba con una expresión gélida, como si fuese un alma incapaz de poseer un corazón. 

Kagura entró con paso firme, su vestido negro ondeando como una capa de luto. Sus ojos estaban penetrantes, justo como dos dagas ansiosas por clavarse. 

—Veo que te encuentras mejor. Eso me alegra—dijo con una sonrisa, una sonrisa falsa y forzada. La última vez que la había visto estaba agonizante producto de una fiebre, eso fue justo antes de sufrir un disparo por parte de los hombres de su padre.

Rin sintió un escalofrío al escuchar su voz. Inmediatamente, las palabras de su captor regresaron a su mente, incrementando su temor. 

"Yo no te mataré. Lo hará Kagura, la mujer a la que le dices loca. Ella se encargará de darte una acogedora despedida, ¿qué te parece?"

—¿Pensaste que te habías librado de mí?—dijo entonces con voz áspera, cargada de veneno—. Eres una niña ingenua, si así fue—se burló sin perder aquella sonrisa maliciosa—. Ay, mi querida huésped, déjame notificarte, que tu pesadilla recién comienza.

Dicho eso, se sentó en una silla que se encontraba en la habitación, sus piernas se cruzaron con elegancia; al tiempo que su mirada recorría su cuerpo demacrado con evidente desprecio.

—Mírate—la señaló con sorna—. No eres más que una piltrafa. 

La jovencita, quien ya se sentía de por sí mal por su aspecto, sollozo ante sus palabras. En aquel momento, una mezcla de impotencia y miedo la atenazaban como garras de hierro.

—No te preocupes—continuó la mujer con una sonrisa sádica—. No he venido a regocijarme en tu desgracia. Solamente quería darte un pequeño presente, no olvides que eres nuestra huésped más especial. 

Y entonces de su bolsillo extrajo un objeto pequeño y brillante. Rin lo observó con horror, al darse cuenta de que se trataba de un cuchillo, la hoja se mostraba afilada como una navaja.

«Va a matarme», pensó al detallar el artefacto. Pero entonces, sin previo aviso, lo lanzó en su dirección con un gesto despectivo.

—Aquí tienes—dijo con crueldad—. Te doy la oportunidad de poner fin a tu miseria. Acaba con tu vida y libera al mundo de tu patética existencia—fueron sus palabras.

Aquella declaración resonó en la mente de la muchacha como un eco de muerte. La imagen del cuchillo, reluciente en la penumbra, la llenó de terror y a la vez de indecisión. Era un torrente de emociones difíciles de controlar: ira, impotencia, desesperación. ¿A cuál escuchar?

Las lágrimas se deslizaron de sus mejillas, mientras su garganta contenía un grito ahogado. Un grito de genuino sufrimiento. Seguía sin entender cuál era el pecado por el que estaba pagando. 

¿Podría la muerte liberarla de su tormento?

Sin embargo, sabía que el suicidio no era más que un acto cobarde, una salida fácil ante la falta de valentía. Ella no quería rendirse, no quería sucumbir ante su verdugo y darle la satisfacción de verla destruida. Lucharía hasta el final, y encontraría una forma de escapar de ese infierno.

—Si tanto quiere verme muerta. Hágalo usted—la reto con un atisbo de fuerza y determinación. No se dejaría amedrentar.

Si esa mujer pensaba que no era más que una muchachita miedosa y asustadiza, estaba muy equivocada. Rin Onigumo era más que eso. 

—Vaya, vaya, pero qué valiente—se mofó. 

Una parte de su ser anhelaba matarla y la otra era consciente de que hacerlo sería un grave error. «¡Pero vaya que sí podía ponerla en su sitio!», pensó, levantándose y caminando en su dirección. 

Rin la miró con sorpresa, sus ojos dilatados por el miedo. Un instante después, sintió como la mujer la jalaba de los cabellos y hacía que la mirara. 

—Repite tu petición, querida. Vamos, súplica para que te mate—dicho eso la abofeteó. 

Aquel no fue el único golpe que recibió, Kagura poseída ante su deseo de venganza, asestó un golpe tras otro en su rostro. 

Unos minutos después, la soltó y la miró con una sonrisa de satisfacción macabra, al contemplar como de su nariz se escurría sangre, sus mejillas amoratadas y una expresión de genuino dolor empañando sus ojos grandes. 

—Así te ves mejor—se burló, pero en ese mismo instante, la puerta de la habitación se abrió. 

Yako Donde viven las historias. Descúbrelo ahora