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Ser la esposa de Sesshomaru Taisho no era una tarea sencilla. De hecho, no veía mucha diferencia de ser su esposa a ser su prisionera. Era prácticamente lo mismo. Ir con él de un lado a otro, mostrar una sonrisa, aparentar ser feliz. Era agotador, insostenible. 

Aquel era uno de esos días en los que sentía que su cuerpo no era más que una marioneta. Pararse firme, colgarse de su brazo, recibir palabras de felicitación. 

—Sabía que harían un gran equipo juntos—dijo un hombre que no conocía. Por poco bufó, afortunadamente no lo hizo. 

Su esposo asintió parcamente y ella sonrió, no sabía qué otra cosa hacer. 

—Esto seguramente traerá grandes beneficios. Ya era hora de que las empresas Shikon se reinventaran. Sin ofender—se dirigió hacia ella, especialmente—, pero tu padre tenía a las empresas en muy mal estado. Era como si no le interesaran en lo absoluto. 

Rin tragó saliva antes de decir: 

—Afortunadamente, ahora no será así. Sé que mi esposo hará un gran trabajo—se giró hacia él y le sonrió de forma amplia, mirándolo con devoción como lo haría una enamorada. Oh, qué rápido había aprendido a actuar. Era increíble. 

Y él no se quedaba atrás, porque la miraba con una intensidad que le hizo por un instante contener el aliento. Sus ojos se veían de un dorado hermoso, jamás había detallado tantas tonalidades de dorado juntas. Era una combinación simplemente perfecta. 

De pronto su mano se elevó y le acarició la mejilla, fue un momento extraño. Su tacto delicado, su mirada fija. Seguramente había recibido clases de actuación de pequeño. 

El hombre junto a ellos carraspeó, incómodo. Faltó ese simple y vulgar sonido, para que los dos se separaran como si cada uno fuese el portador de una peste muy contagiosa. 

El resto de la velada se la pasó recordando el momento en que, entrando en su habitación, le había recordado su papel en todo esto. 

—No quiero escenitas—le dijo tomándola de la barbilla, al parecer se le había hecho costumbre amedrentarla de esa manera. 

—No tengo ningún interés en armarle escenas—dicho eso, apartó su tacto de forma brusca. 

Las únicas ocasiones en las que intercambiaban palabras eran esas: antes de salir a algún evento, no perdía oportunidad de repetirle que debía comportarse, que era su esposa y por lo tanto tenía un papel que representar. 

Llevaba poco menos de un mes de casada, pero no se sentía especialmente como su esposa. Era como un adorno en una casa bonita, la cual salía únicamente a relucir en ocasiones como esta. 

Se habían mudado y siguiendo el hilo de su teatro, ahora vivían en una casa enorme, costeada evidentemente con su herencia. El problema era que en ese lugar no solamente vivían ellos, no. Esa mujer también estaba allí, pavoneándose de un lado a otro, como si fuese la verdadera señora de la casa. 

Los dos dormían juntos o al menos eso había llegado a deducir. Pero prefería no averiguarlo. Lo cierto era que cuando llegaba la noche, ella se encerraba en su habitación y se aislaba por completo del mundo. 

Aquellos parecían ser los únicos momentos de tranquilidad en medio de este infierno que llevaba por vida. 

Y ese día no sería la excepción. Justo al llegar a casa, caminó rápidamente con rumbo a las escaleras. No veía la hora de encerrarse en su recámara y dar por culminado ese espantoso día. 

Sin embargo, su verdugo tenía otros planes. Lo supo cuando acortó la distancia de forma súbita y la tomó por la cintura, jalándola hacia él. 

Un grito surgió de su garganta, cuando se vio prisionera entre sus brazos. Pudo sentir su cuerpo grande y fuerte, justo a su espalda; también sintió cosas que no supo identificar muy bien, pero que dispararon sus nervios por completo. 

De pronto, su mano libre subió por su cuerpo, recorriendo un camino que no debería ser transitado. La sintió en sus piernas, en sus pechos y luego en su cuello, en dónde se cerró como un grillete. 

Rápidamente, luchó tratando de que la liberará, estaba obstaculizando su respiración, a la vez en que presionaba su cintura, enterrándole los dedos. Y entonces, en medio de todo ese forcejeó lo sintió, era algo duro que se empujaba en contra de sus nalgas. 

Ese momento se quedó completamente quieta, paralizada. Sus latidos se dispararon sin control, y comenzó a ser consciente de cosas que hasta el momento había ignorado. Él estaba jadeando y ella, de alguna forma también, aunque era el terror lo que la dominaba. 

—N-no, por favor—suplicó con dificultad. Lo que sea que estaba pensando, no quería que lo hiciera. 

—¿No? ¿No qué?—contestó con frialdad, apretando más fuerte su cuello, hasta parecía que si presionaba un poco más iba a romperlo.

—No me…

—¿Que no te mate?—completo él, lo que creyó que iba a decirle—. Eso mismo le pidió mi padre al tuyo y ya ves, está muerto. 

Rin en ese momento entendió que aquello no era más que parte de su venganza. No soportaba la idea de verla bien, indiferente; necesitaba verla así: cohibida, completamente vulnerable entre sus garras. 

—¿S-si tanto me odia por qué no me mata de una vez?—balbuceo, apelando por un poco de piedad de su parte. Prefería la muerte a tener que enfrentarse día a día a una tortura semejante. 

—Otra cosa que tienes que agradecerle a tu querido padre—dijo, empujándola y alejándola como si le repugnara. 

En ese preciso instante se giró y lo miro a los ojos, aquellos pozos dorados ya no le parecían tan hermosos; ahora, en cambio, se veían completamente feos y siniestros. Ese hombre la odiaba. 

Nunca antes había sido recibidora de un odio tan intenso, aquel sentimiento parecía ser más fuerte que cualquier otro que pudiese existir en el corazón de ese sujeto. Lo que ese hombre sentía hacia ella era grande, tan grande, que sabía que su final estaría allí, de su mano. Quizás no en ese momento, quizás no después; pero tarde o temprano terminaría acabando con su existencia para siempre.

Al ser consciente de eso, no pudo hacer otra cosa que correr. Y no era porque le temiera, aunque sí, si lo hacía, le temía más que a nada en ese momento. Pero la verdad era que no quería darle el gusto de verla más vulnerable de lo que ya se sentía, y en ese preciso instante, lo único que quería hacer era llorar, llorar hasta que se quedará sin una sola lágrima.

Yako Donde viven las historias. Descúbrelo ahora