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Su dedo deslizaba con suavidad cada página. Era una visión fascinante: cada frase, cada palabra, la hacía transportarse a un lugar diferente, a uno donde no estaba encerrada entre cuatro paredes, sino que era la protagonista de una historia con un hermoso desenlace.

«Oh, qué contrario era eso a su situación actual», no pudo evitar pensar, sintiendo una punzada de decepción. A ella nadie llegaría a rescatarla, nadie la liberaría de su sufrimiento. 

Pensando en ello se puso de pie y se miró en el espejo, aquello se estaba volviendo una costumbre muy marcada. Pasar horas así, viéndose, recordando su versión pasada, aquella que no tenía problemas en sonreír, que parecía tan feliz. 

Ahora, en cambio, era diferente. Se veía, pero no lograba visualizar a la misma persona, era como si la hubiesen cambiado. ¿Seguiría habitando en ella esa jovencita dulce y risueña? Tenía la impresión de que no, de que este matrimonio, terminaría por convertirla en una completa extraña. 

Rin no pudo evitar quedarse de cierta forma hipnotizada, con lentitud subió sus manos y comenzó a desabrochar sus ropas. Su piel seguía intacta, a pesar de su cautiverio, no había sido víctima de torturas físicas; tampoco tenía golpes ni magulladuras. Estaba perturbadoramente intacta. Al menos, su cuerpo, porque su mente era otra historia.

Esos meses de casada no habían hecho otra cosa que hacerla sentir triste, desolada. 

Kagura no perdía oportunidad de entrar en su habitación una o dos veces por semana, para restregarle a la cara todo lo que hacía: a dónde iba, todo lo que compraba.

—Te dije que aunque firmarán un papel, él seguiría siendo mío—solía decirle. 

Era como si necesitara repetir esas palabras cada tanto para sentirse bien, equilibrada. No sabía cuál era la finalidad de venir aquí y restregarle que el hombre seguía siendo suyo, ella no estaba intentando quitárselo, ni siquiera le interesaba. 

Estaba claro que ellos jamás serían un matrimonio normal, por más que un juez los hubiese declarado marido y mujer, y por más que hubiesen jurado amarse y respetarse en el altar. En realidad lo que hacían era todo lo opuesto: se odiaban, se detestaban, no podían estar juntos en el mismo espacio sin intentar sacarse los ojos antes. 

Y aunque de vez en cuando les tocaba aparentar lo contrario, aquello era simplemente eso: apariencias. 

Rin se terminó de desvestir y se imaginó divorciada, caminando hacia el altar una segunda vez. En esta ocasión el novio era otro, y aquello le hizo sentir un calorcito en el pecho. Se imaginó también teniendo una luna de miel, una agradable; con pétalos de rosas en todas partes, dándole un aire sensual a una habitación tenuemente iluminada.

Por un momento cerró sus ojos y se imaginó viviendo lo que acababa de leer. 

Labios húmedos sobre su piel, manos que ansiaban tocar más, explorar hasta el último recoveco de su cuerpo. Una musculatura fuerte y firme, pegada milimétricamente a su espalda, haciéndole sentir corrientes eléctricas en todas partes. Luego, un dedo invasor, que no se había detenido a pedir permiso: entrando, husmeando en la zona más húmeda de su anatomía, y, por último, ella gimiendo. 

Oh, sí que estaba gimiendo. 

Rin se dio cuenta de los sonidos que se escapan de su boca, pero no se detuvo. Tampoco supo cuándo había empezado a tocarse, pero eso no importaba ahora. Solo quería seguir imaginándose así, a ella junto a Kirinmaru y a una habitación completamente sola. Era una visión simplemente perfecta. 

Estuvo a punto de gemir el nombre del hombre, porque eso era lo único que le provocaba, porque eso era lo único que quería hacer justo ahora.

Sin embargo, un escalofrío repentino le hizo estremecerse, era esa especie de sensación que te hacía sentir que no estás del todo sola. 

Sus ojos se abrieron de inmediato, atemorizados, incrédulos. Pero su sexto sentido no se había equivocado, era cierto, no estaba sola. 

Rin pegó un grito, que perfectamente pudo haberse escuchado en toda la casa. Luego de eso se dio media vuelta, corrió, tropezó y comenzó a retorcerse por el dolor en su dedo pequeño. Todo esto, mientras seguía en ropa interior, jadeante. 

El hombre siguió de forma inmutable cada uno de sus movimientos: el temblor insistente de su cuerpo, la expresión de dolor en su cara, el anormal ritmo en su respiración. Todo estaba siendo perfectamente capturado por esas orbes doradas, muy similares a las de un depredador. 

Y Rin se sintió justo así, acorralada, indefensa. Extremadamente vulnerable. 

Por varios segundos no hubo más que silencio, uno que parecía increíblemente asfixiante. 

—Vístete. Saldremos.

Fueron dos simples palabras las que rompieron el silencio, un segundo antes, de que el hombre se diera la vuelta y abandonará la habitación. 

La joven vio la puerta cerrarse e inmediatamente llevó una mano a la altura de su corazón. En ese lugar, presionó con fuerza y sintió cada uno de los latidos en extremo anormales. 

—¿Qué hice? ¿Qué hice?—se reprochó, pensando en lo que ese hombre pudo haber presenciado.

Yako Donde viven las historias. Descúbrelo ahora