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—¿Y en serio crees que la justicia existe?

—Yo creo que… creo que mi padre merece pagar por todos sus delitos. Él debería ir a la cárcel y…

—¿La cárcel? No seas tonta. 

—Escúcheme, le estoy diciendo que…

—No, escúchame tú a mí—la voz y la expresión del hombre cambió, haciendo que su cuerpo se estremeciera de miedo—. La cárcel sería un destino muy apacible para alguien como Naraku, yo pienso traerlo a aguas más profundas, pienso arrastrarlo hasta los confines más abismales del infierno. Que sienta como las llamas lo consumen, yo pienso matarlo con mis propias manos y créeme, no será una muerte feliz.  

Rin lo miró perpleja, la pasión con la que decía esas palabras, era como si se tratara de su más grande sueño. Un sueño feo, retorcido, perverso. Ese hombre vivía para el cumplimiento de ese día, no había nada más que le importara en el mundo.

—No puede hacer eso, porque entonces, ¿qué diferencia habría entre mi padre y usted?

Él le regaló una media sonrisa siniestra antes de decir:

—Ninguna—concordó entonces—. Pero ni aun así, sería igual a él. No me compares con esa basura.

"¿Que no sería igual? Claro que sí", estuvo tentada a decir, pero no lo considero prudente. Así que se lo guardo para sí misma.

—Yo no puedo consentir eso que usted me dice—le dijo mirándolo a los ojos con sinceridad—. Aunque mi padre fuese el peor de los hombres, yo no podría sentirme gustosa de verlo morir en las condiciones que me describe. 

—Morirá. 

—Lo sé—asintió con dolor. 

¿Qué podía hacer para evitarlo?

—Pero considere mi ayuda, puedo serle útil si cambia de parecer, si deja que la justicia haga lo suyo. Yo…

—Tú no estás en condiciones de dar ni de exigir nada—la corto finalmente—. Entiéndelo de una vez, porque al parecer no lo has captado aún. Eres mi prisionera, mi rehén; ya no eres la hijita de papi, ya no estás rodeada de gente que haría todo por complacerte. Ahora, en cambio, estás en mis manos y harás lo que yo te ordene, así eso sea despellejar a tu propio padre, después de que lo mate. 

—No—se negó Rin con horror. 

—Sí, lo harás. Si así lo quiero, ¿entendiste?—le dejó en claro, tomándola por la barbilla nuevamente. Necesitaba que entendiera de una vez por todas cuál era su posición. 

Rin lo vio partir y consideró la posibilidad de escaparse, ya que no pensaban matarla de forma fácil. 

—Kirinmaru—sollozó la jovencita al pensar en él. Si siquiera viniera a ayudarla, si siquiera viniera a rescatarla de ese infierno en el que había ido a caer. 

[...]

—¡Eres un inútil!

Un puñetazo se estampó en el rostro del pelirrojo, agregándole una nueva marca a su ya magullado rostro. 

—Agradécele que no te mate a Rin. Si mi hija no te tuviera tanto aprecio, te hubiese pegado un tiro sin dudarlo. 

—Lo siento, señor. Es mi culpa que…

—¡Silencio! No quiero escuchar más de tu ineptitud. 

Naraku parecía fuera de sí. Molesto. 

—No solamente fallaste en sacarla de la casa, sino que ahora volviste a cometer el mismo error. ¡Eres un estúpido!—otro golpe aterrizó en la mejilla del hombre y tosió escupiendo un poco de sangre. 

Kirinmaru no tenía vida desde que había perdido a Rin, desde que había permitido que ese desgraciado se la llevará. Era su culpa y sabía que merecía ese y muchos golpes más. 

—La orden era sencilla. ¡Idiota!

—Yo pensé que ella iba con él—trato de justificar su error. 

Se había paralizado. Cuando finalmente dieron con una de las guaridas de Taisho, la orden era atacar, destruir todo y no dejar nada en pie. Pero entonces, en medio del tiroteo, en medio de aquel caos, algo lo hizo detenerse, algo hizo que creyera ver a Rin. 

Había creído ver su hermoso rostro en medio de aquella destrucción, en medio de los disparos, en medio de los gritos feroces. Y entonces, en medio de todo eso, dijo algo estúpido, dio una orden sin sentido: 

—¡Deténgase!

Sus hombres lo miraron sin comprender y aquella confusión ocasionó que más de uno cayera víctima de las balas enemigas. Luego lo comprendió, no había sido más que una alucinación, la cual transformó aquel exterminio en una huida por su parte, que se concretó a duras penas. Si no hubiese sido por ese error, Taisho hubiese muerto. Estaba seguro. 

—Ya no puedo confiar en ti. Pensé que eras uno de mis mejores hombres, pero me doy cuenta de que no eres más que un chiste—siguió diciendo Naraku, presa de turbulentas emociones—. Se suponía que eras un mercenario entrenado en las Fuerzas Especiales Británicas. Pero mírate aquí, siendo el saco de boxeo de ese maldito de Taisho. Le dejaste el camino libre y permitiste que se llevará a mi hija. ¿Dime cómo hacer para no pegarte un tiro ahora mismo? Mi mano hormiguea por matarte. 

—La rescataré, señor. Se lo prometo. 

—¿Rescatarla? ¿Cómo? Permitiendo que la gente de ese malnacido acabe con la mía—se mofó con ironía—. No, Kirinmaru, tú ya no harás nada. Y cuando recupere a Rin, te quiero lejos de mi hija. ¿Entendido?

—Me alejaré, señor. Le doy mi palabra. Pero déjeme enmendar mi error, por favor.

Naraku pareció pensárselo. Después de todo aquel hombre era uno de los mejores que tenía, no por nada lo había asignado como el guardaespaldas de su más preciada joya, de su tesoro. De su Rin. 

—Tienes una última oportunidad, Kirinmaru. No la desperdicies. Porque si lo haces, te mataré.

—Gracias, señor. 

El hombre salió de aquella oficina y respiro profundamente, antes de que su ceño se frunciera con determinación. Necesitaba rescatar a Rin, necesitaba rescatarla de las garras de ese hombre…

Yako Donde viven las historias. Descúbrelo ahora