La carta

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He de explicar que, Carlos y yo nos conocimos trabajando en un restaurante de la costa griega de mykonos para ser exactos. Los dos fuimos buscando trabajo y vivir experiencias nuevas fuera de nuestras fronteras y qué mejor que allí.
Él trabajaba en la sala y yo en la cocina, de ahí surgió la idea de definir por tenedores nuestros momentos de llegar al clímax.
Mikonos era una isla maravillosa para ir en verano, incluso si era para trabajar, ya que las vistas desde el restaurante eran mil veces mejores que las de mi casa, además de tener la playa a dos minutos. Vivía en un pequeño apartamento en un bloque propiedad de la cadena de hoteles que me había contratado. Aunque trabajaba en un restaurante, éste pertenecía a una gran cadena hotelera. Ellos nos alojaban y a Dios gracias porque si no, sería imposible costearse una vivienda en mykonos.
El apartamento no era gran cosa, un pequeño salón con cocina americana se lavavajillas claro, aunque si lo piensas bien, para el poco tiempo que pasaba en la casa no era necesario tener uno. La casa tenía dos estancias, el salón-cocina y el dormitorio-baño. Era tan pequeño que daba un poco de claustrofobia pasar allí demasiado tiempo. Al menos, la playa no estaba lejos de la casa aunque, a mí eso de tenerla cerca me servía de bien poco ya que, mi piel el único tono que cogía era el de salmonete ,pero, ¡bien frito! Era de piel blanca, pelo azabache y ojos más verdes que marrones. En eso salí a mi madre. Ella cuando estaba cansada tenía los ojos verdes más bonito que jamás he visto. El verde le ganaba terreno al color miel de sus ojos. No me cansaba de mirarlos. Ella que los consideraba de lo más normales, no entendía el tesoro que tenía y guardaba en ellos. Yo también tenía esa rara característica, pero ni por asomo eran tan alucinantes como los de ella.
Los primeros días en la isla, me invadió el espíritu playero y en cada descanso o día libre, iba directa a tomar el sol, a intentar broncearme un poco, aunque lo que conseguí fue parecerme a esos pobregiles de la Costa Brava que parecen una nueva especie, los pieles rojas. Así me puse yo la primera semana y tomé la decisión de dejar el moreno para el resto de las españolas con una melanina más normal que la mía.
Lo de ser guiri no estaba muy lejos de la realidad, lo de que mi piel fue roja por unos días, también y lo de que estuviera a punto de darme una insolación, lo corroboro a pies juntillas.
Recuerdo el día en el que salí sobre las cuatro de la tarde de trabajar y me fui directa a la playa, del cansancio me quedé dormida a pleno sol y casi por dos horas estuve así. El resto no hace falta que lo explique," la salmonete" me llamaron en el trabajo los compañeros españoles. No había maquillaje que disimulara el color rojo fuego que tenía mi piel. Tras esa semana, tan solo pisaba la playa de noche, para la barbacoas que los compañeros solían organizar allí.
En la isla, eso estaba de moda. Botellón y barbacoa a orillas del mar sin duda un buen plan para socializar en aquel lugar. Ya llevaba cerca de dos meses en la isla, pero seguía sin conocer bien a la mayoría de mis compañeros de trabajo, por lo que decidimos organizar una barbacoa todos los trabajadores españoles, italianos y compañeros autóctonos de la zona.
Carlos era un salmantino, dicharachero y bastante bromista fuera del ambiente laboral. Yo no había tratado mucho con él ya que ni a la hora de la comida del personal habíamos coincidido. Había varios turnos, el restaurante era bastante grande y sala y cocina comían por separado debido a sus diferentes horarios.
Esa noche cambió totalmente mi percepción sobre él y desde ese día nos hicimos amigos, colegas, como se quiera llamar. Conectábamos bien y, al menos por mi parte, no había ninguna pretensión de llevar esa amistad a dar un paso más.
Siempre coincidíamos cada vez que el grupo de compañeros quedaba. Salimos de fiesta o nos juntábamos en casa de alguno de ellos. Pero conforme el tiempo fue pasando, estábamos más tiempo a solas y cada vez menos con el grupo. El restaurante donde trabajábamos solo cerraba un día y medio y era rara la semana que no lo pasáramos juntos. Esos días aprovechamos para recorrer la isla, el casco antiguo es algo único y maravilloso, con sus casas blancas encaladas y sus calles que siempre te llevaban al mar. De ahí el nombre de la pequeña Venecia, aunque el pueblo en realidad se llama Chora. Estas casas no superan las tres plantas de altura y desde luego que los mejores y más bonitos atardeceres son sin ninguna duda desde uno de esos balcones con vistas a ese precioso mar. El reflejo del sol en sus pareces encaladas y las flores llenando sus balcones me hacía recordar a los patios cordobeses en España.
Nos encantaba ir al puerto donde nos sentábamos a contemplar las pequeñas y coloridas embarcaciones que inundaban el trocito de mar.
Esa parte del pueblo estaba llena de vida, de isleños vendiendo en pequeños puestos de lona blanca comida variada como pescados de la zona recién cogidos, dulces caseros o variedad de verduras que solo se encontraban allí. En otros vendían comida típica de la zona recién hecha. Realmente eran puestos que los restaurantes de alrededor habilitaban para poder vender sus productos para llevar. Si por ejemplo, no te apetecía sentarte en sus terrazas, pero sí disfrutar de su comida a la vez que paseabas por el puerto, tenía una gran variedad de suculentos menús donde elegir. La comida griega me volvía loca. Ahí descubrí amor al primer bocado. Siempre intentábamos comer en alguno de esos puestos del mercado. La comida era espectacular y a un precio mucho más asequible para unos pobretones como nosotros.
En aquella isla era imposible no contemplar una de las mejores puestas de sol que haya visto jamás. Ese día, tras la comida y el largo paseo por el puerto, acabamos tomando un café en una de las terrazas con las mejores vistas de la pequeña Venecia. Allí,Carlos, me besó por primera vez.
Fue sin previo aviso, como si ese beso fuera algo habitual entre nosotros, sin dejar de ser la cosa más dulce del mundo.
Ya habíamos pasado de estar bebiendo café a tener las manos un gin tonic. Estábamos esperando la marcha del Sol dejado caer en un pollete. El lugar se había llenado bastante de curiosos que como nosotros, querían despedirse del sol. Yo tenía los ojos cerrados, disfrutaba del calor que los últimos rayos del sol me regalaban aquella tarde. Me apoyaba sobre la pared que se paraba una terraza de otra.
Carlos a mi lado, hablaba del día que habíamos pasado. Yo estaba tan ensimismada y absorta por aquel mágico momento que realmente no le estaba escuchando, tan solo tenía oídos para el susurro del mar, el vaivén de las olas y el suave viento que rozaba mi piel. Un leve roce mis labios me hizo volver a la realidad. Abrí los ojos y me encontré un mar delante y no me refería al ejeo. Sino al océano dentro de los ojos de Carlos, de un azul intenso. Este color que a veces tiene el mar si no está revuelto, ese que te hace querer zambullirte y conocerlo más profundamente, adentrarte de lleno en él y eso hice, acercándome más a su boca, posee mis labios en los suyos y perdiéndolos la despedida del sol, nos encontramos mi propio mar y yo.

Fue suave y tierno al principio , luego todo mi cuerpo estremeció. El compás de las olas nos apremiaba a seguir su ritmo. No sé el tiempo que estuvimos perdidos en ese beso, seco en un comienzo, dulce, lento, vigoroso y húmedo a medida que las olas chocaban de golpe en los adentros. Cuando volvimos a la tierra, la oscuridad estaba ya sobre nosotros y las únicas luces procedían del interior del bar. Todo nuestro alrededor había desaparecido, las personas, el ruido, la luz. No sabía cuánto tiempo habíamos estado así perdiéndonos el uno en el otro.
-¿Que ha sido eso? Pregunté pícaramente.
-Algo que no creía que llegaría nunca, no sé porque he tardado tanto en besarte.
-Ahora que lo pienso yo tampoco.

De nuevo tiró de mi cintura hacia él y nos perdimos en un nuevo beso.
Esa sensación de cerrar los ojos y no sentir más allá de sus labios, no oír nada más que su pulso, no oler más nada que su piel. Había pasado sin darnos cuenta, el necesitarnos el uno al otro. El tiempo había pasado y había hecho mella en nosotros, sin verlo venir nos había hecho inservibles el uno sin el otro.

El perdón llega de tus manosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora