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Era otro día normal en el hospital, atendiendo pacientes. Estaba completamente hundida en mis pensamientos, bebiendo café sacado de la máquina expendedora, pensando en lo sucedido cuando sentí que picaron mi hombro buscando llamar mi atención. Me retiré los audífonos de cable y miré a la persona que interrumpió mi paz.

Manuel.

—____, ¿podrías ayudarme con algo? — esbozó una sonrisa que por alguna razón no me dio buena espina. Maldije internamente.

—¿No ayudarte Brenda? Estoy... ocupada organizando esto. — mentí casi sin intentarlo, agarrando papeles al azar. La verdad es que no me apetecía lidiar con él ese día y quedarme a su lado más de lo necesario.

—Por favor. — suplicó, yo suspiré.

—Bien, pero... rápido, por favor. — empezamos a caminar, yo más rápido de lo normal. Supe ya que estaba pasando algo raro ya que estaba muy pegado a mí, como... ¿si quisiera que no escapara? Miré a las enfermeras y doctores que pasaban a mi lado, tratando de quitarlo de mi mente, estaba muy incómoda. No faltó mucho para que dedujera dónde nos encontrábamos, el almacén. El mismo donde Leo y yo nos habíamos tocado, ¿había algún lugar de este hospital que no me haga pensar en él? Todo mi mundo gritaba su nombre. — ¿Con qué querías que te ayudara?

—En realidad quería hablar contigo, yo... — suspiré profundamente, cortando lo que fuera a decir, dejando entrever mi molestia. — Creo que nunca me disculpé contigo por lo que pasó entre los dos y simplemente me alejé, sé que han pasado años y es ridículo que toquemos un tema que ya murió, pero lo siento.

Alcé una ceja, incrédula. ¿Tramaba algo o algo así? ¿Por qué se disculpaba? Aún así, me tragué mi propio orgullo y traté de ser amable simplemente por el hecho de ser mi jefe.

—Te perdono.

—¿Puedo... darte un abrazo? — extendió sus brazos, sonriendo.

Incómoda, asentí sin más. Ya quería acabar con todo eso, era molesto a más no poder fingir buena cara solo para no hacerlo sentir mal. Cuando me acerqué para, supuestamente, darle un abrazo, él se inclinó velozmente sobre mí, dándome un beso en los labios.

Me congelé en mi lugar, pero apenas reaccioné me separé.

—¿Qué te pasa? ¿Qué piensas que soy? ¿Una cualquiera? — exclamé molesta. — No quiero tener nada contigo de nuevo.

—¿Ahora te vas a poner en ese plan? ¿Por qué, eh?

Habían muchas razones, pero todo lo que sufrí cuando estaba en mi adolescencia era la razón principal.

Me mataba saber que mientras yo me ahogaba en mis propias lágrimas él probablemente estaba con alguien más sin siquiera recordarme. Me subyugaba saber que nunca sabría la cantidad de veces que había llorado por él, por lo perfecto que era y por el poco valor que hacía que sintiera que tengo. Me dejaba destrozada pensando: «¿por qué él sigue con su vida como si nada? ¿Por qué no piensa tanto en mí como yo lo hago con él?».

Yo simplemente quería que se sintiera igual que yo, que demostrara que me quería como yo lo hacía. Extrañaba su yo de antes, el que me apoyaba en todo, el que me mostraba su amor haciendo cosas que nunca creyó que alguien haría por alguien. Pero esa versión suya que ansiaba desesperadamente estaba muerta, dejando mi corazón hecho trizas.

Yo, ilusa a los 19, creía que me casaría con él, que íbamos a tener una familia. Dependía emocionalmente de él, entorpecía mi meta de convertirme en doctora. Pero siempre me daba lo suficiente para tenerme enredada alrededor de su dedo, nunca todo lo que merecía.

Y aún así seguía queriéndolo mucho.

Por eso nunca quise enamorarme de nuevo.

Por esa precisa razón no quería volver.

Habían tantas cosas que podría decirle en ese momento, pero mejor no.

—No quiero tener más que una relación exclusivamente profesional contigo, entiéndelo. — traté de irme, pero me empujó contra la pared, visiblemente indignado, aprisionando mi cuerpo con sus brazos.

—A mí no me vas a dejar así, ¿qué te pasa?

Apenas dijo eso, trató de besarme de nuevo, pero al ver que no lo correspondía, bajó a mi cuello, succionando y lamiendo mi piel, cosa que me pareció asquerosa. Grité por ayuda con todas mis fuerzas, pero el pequeño almacén estaba muy lejos de todo, nadie me iba a escuchar y mucho menos venir a mi rescate. No hubo respuesta.

El pánico comenzó a invadirme, sentí que me faltaba el aire. Trató de quitarme la bata de enfermera pero por retorcerme tanto, se molestó mucho más y me pegó una bofetada. Cada caricia que me daba me provocaba náuseas. Lloriqueé, sintiendo lágrimas bajar a raudales de mi mejilla, comenzando a dejar de moverme. Estaba cansada de tanto forcejeo sin éxito.

Cerré con fuerza los ojos, queriendo convencerme a mí misma de que era un sueño. Pronto dejé de sentir su tacto, empezaba a adormecerme por lo que no procesé de inmediato que se había alejado de repente. No entendía por qué estaba haciéndome eso, nuevamente culpándome por orillarlo a molestarse tanto.

Cuando abrí los ojos, mi visión estaba nublada por las lágrimas. Parpadeé repetidas veces, tratando de ver algo. Vi el contorno de Manuel pero también el de una segunda persona, una sombra oscura asolando la habitación por completo.

Cuando conocí a Leo, yo pensé que tarde o temprano terminaría siendo mi verdugo. Por su actitud, por su forma de ser simplemente.

Pero también era mi salvador en más de una forma.

Cuando lo tuvo contra la pared comenzó a golpearlo, tan fuerte que su cara no tardó en ponerse hinchada por los moretones y sangró por la nariz. El contrario trató de devolverle los golpes, pero ni siquiera pudo rozarlo. No pude verlo, pero pude imaginarme su gran satisfacción por hacerle eso, se notaba que le tenía un gran resentimiento.

—Si vuelves a acercarte a menos de dos metros de ella, te voy a dar unos puñetazos que serán suficientes para romperte la mandíbula. ¿Está claro? — exclamó sin detenerse, dándole fuertes puñetazos en la nariz. Me congelé, pero apenas reaccioné, fui hacia ambos.

—¡Basta! — con mis piernas temblorosas di traspiés hacia él, puse mis manos débiles sobre sus hombros, lo que pareció hacerlo reaccionar ya que se detuvo, tensando su cuerpo. Sentía que si no los detenía terminaría matando. — Basta...

—Está bien. — visiblemente resignado, lo soltó. Miré a Manuel por última vez, todo su rostro estaba ensangrentado, un escalofrío me recorrió entera.

Se suponía que nadie debía saber de su existencia, pero aún así lo dejó vivir. Supongo por el hecho de que nadie le creería. Leo me abrió la puerta, dejándome pasar primero. Mi respiración en ese momento era errática y sentía mi corazón bombeando violentamente en mi pecho, tanto que podría salirse, no podía oír más que sus intensos latidos. Caminé con la mirada perdida, hasta que volví en mí y lo miré con enojo. Más que eso, aterrada.

—¡Estás loco! ¡Pudieron haberse matado! — exclamé con los ojos cristalizados. Me dolía la campanilla por haber gritado tanto en busca de ayuda.

—Hierba mala nunca muere. — respondió sonriente. Hasta que vio mi cara.

—Creí que tenías tus límites. — murmuré con los ojos llorosos y la voz temblorosa. — ¿Por qué?

El miedo que había tenido por mí, y por él en ese momento, nunca podría olvidarlo.

Sin decir nada, me abrazó contra su pecho, parados en medio de ese pasillo tétrico.

—No me culpes por esto. Los tengo, pero cuando se trata de ti, todo límite es insignificante, en cualquier aspecto.

✓ DON'T BLAME ME, leo san juan.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora