1

3.2K 82 2
                                    

ABRIL

Los rascacielos de Manhattan resplandecían bajo el reluciente sol, que asomaba por el horizonte. Mi despacho estaba orientado hacia el oeste, por lo que podía ver el sol ponerse en el horizonte y desaparecer durante los atardeceres invernales.

Mi mano se movía sobre el documento que estaba corrigiendo, llenando el silencio de la oficina con el suave rasgar de la punta del bolígrafo contra el grueso papel. A veces me apetecía disfrutar de un silencio sepulcral y centrarme en el trabajo con tal disciplina que podría cortar el silencio sólo con la punta del bolígrafo. Y otras veces, como aquel día, me apetecía escuchar música tranquila. Cogí el mando, pulsé un botón y la voz de Frank Sinatra llenó la sala.

La pared trasera de mi despacho estaba formada por ventanales que iban del suelo al techo, y mi escritorio blanco hacía juego con las estanterías de ambos lados. La madera oscura que había bajo mis pies estaba cubierta por una alfombra gris, y había dos sillas azules con reposabrazos delante de mi escritorio, con una mesita de café blanca en el centro.
No era oscuro y siniestro, como la mayoría de los despachos en los que había estado. Mi objetivo no era intimidar a los posibles clientes y socios, sino mostrarles el estilo y la elegancia que me gustaban. Siempre había un jarrón de flores en la mesita de café.

Era un lujo sin el cual no podía vivir.

La puerta de mi oficina se abrió, pero no aparté la vista de lo que estaba haciendo porque sabía exactamente de quién se trataba.
Jessica entró y puso la taza de café y el platillo en el borde de mi escritorio. Sobre el plato blanco descansaba una cucharilla de metal, que tintineaba por sus movimientos temblorosos. O bien estaba sufriendo un subidón de cafeína o simplemente estaba nerviosa.
Puesto que aquella era su primera semana, sabía de cuál de las dos opciones se trataba.

―Aquí lo tiene, señorita Garza. ―Me acercó más la taza, derramando una gota sobre la madera blanca―. Ay, Dios mío, lo siento mucho. ―Dio toquecitos con una servilleta para limpiarlo.

―No pasa nada. ―Sonreí con la mirada baja. Recordaba mi primer día de trabajo: yo había estado igual de nerviosa que ella. Antes de perder el hilo, terminé lo que estaba haciendo y dejé caer el bolígrafo plateado, que tenía la anchura perfecta para mis finos dedos.

Entonces me fijé en el color lechoso del café.

Jessica acababa de darse la vuelta para volver a su escritorio.

―Jessica ―la llamé para que volviera, sin alzar la voz.

― ¿Sí, señorita Garza?

―Llámame Garza. ―Decir una palabra en vez de dos ahorraría tiempo cada vez que quisiera dirigirse a mí. Mi nombre rara vez lo pronunciaba alguien, sólo aquellas personas que cruzaban la línea de mi círculo íntimo. E incluso entonces, solían utilizar un apodo.

―Ah... Lo siento. ―Hizo una mueca, cerrando las manos en puños por su propia estupidez.

―No pasa nada, Jessica. Estas cosas llevan tiempo. ―La miré a los ojos y sonreí―. Tomo el café solo y con dos azucarillos. ―Le acerqué la taza, deslizándola por la madera con relieve hasta que quedó accesible para ella.

Se percató de su tercer error e hizo otra mueca.

―Claro. Debo de haberme confundido con... ―Su voz se fue apagando, incapaz de encontrar una excusa para su falta de atención―. Ahora mismo lo arreglo.

The Boss - Adaptación RivariDonde viven las historias. Descúbrelo ahora