Me tomé la libertad de coger una de sus camisetas, que encontré en el cajón. No tenía secador, así que tuve que hacer lo que pude con la toalla. Tenía los mechones húmedos, pero después de unos minutos al aire, volverían a secarse.
Rivera estaba sentada en la cama con la tablet delante. Llevaba una camiseta y su rostro tenía un aspecto cincelado bajo la luz de su lamparilla. Pasaba los dedos por la pantalla mientras leía algo por encima.
Si en aquel momento hubiera estado en mi casa, probablemente estaría trabajando o bebiendo. Eso era lo que solía hacer en mi tiempo libre. Retiré las sábanas y me metí en la cama con ella, todavía sintiéndome rara al compartir la cama con otra persona. Estaba agotada porque no había pegado ojo la noche anterior. Intentaría dormir aquella noche, pero sospechaba que me iba a resultar igualmente difícil. No podía esperar que me quedara con ella todas y cada una de las noches durante las próximas seis semanas.
Aquello no era realista.
Me acomodé en la cama y ladeé la cabeza hacia la ventana, concentrándome en el incesante ajetreo de la ciudad. A sólo unas manzanas de distancia podía ver mi edificio.
Rivera dejó la tablet a un lado y se desplazó por la cama hacia mí, tumbándose a mi lado con el cuerpo girado hacia el mío. Su brazo me rodeó la cintura y su mentón se apoyó sobre mi hombro. El olor a jabón y su esencia natural me inundaron, rodeándome en una burbuja. Sus sábanas ya estaban impregnadas de su olor y todo en aquella habitación reflejaba su personalidad adusta. Sus muslos gruesos rozaban los míos bajo las sábanas.
―¿Estás bien?
―Sí. ―Aunque no fuera así, nunca lo admitiría.
―Porque puedes decírmelo. No voy a pensar mal de ti.
Silencio.
Me dio un beso en el hombro.
―Sé que la tengo enorme, pequeña. Es uno de mis defectos.
Aquello me hizo soltar una carcajada sarcástica.
―Estoy segura de que te ha hecho perder un montón de citas...
―Te sorprenderías.
―Ninguna mujer te rechazaría nunca por tenerla demasiado grande.
―Todas las mujeres son distintas... Algunas son más pequeñas que otras.
―Bueno, yo soy bastante pequeña y puedo con ella perfectamente.
―Pero tú tienes una entrepierna de acero. ―Soltó una risita junto a mi hombro―. Es indestructible.
Sentí que su mano se posaba en la mía sobre mi vientre. Sus dedos largos se entrelazaron con los míos y cerró los ojos.
Yo no los cerré.
―¿Por qué quieres que duerma contigo?
Volvió a abrirlos al oír mi pregunta.
―Porque eso es lo que hace la gente después de follar. Echan un polvo y luego se duermen.
―Eso no es verdad. Y no has respondido a mi pregunta.
Permaneció callada, como si no fuera a contestar.
―A lo mejor me gustas de verdad, Garza.
―Yo no le gusto a nadie ―susurré―.Soy despiadada y controladora.
―Y también eres inteligente, divertida y sensual, además de despiadada y controladora.
―Eso sigue sin convertirme en un gran osito de peluche.
―Pues yo creo que sí ―dijo―. ¿Por qué te provoca tanto rechazo la idea de dormir conmigo?
―No tiene que ver contigo personalmente.
―Entonces, ¿cuál es el motivo? ―insistió.
Nunca podría contárselo.
―Es que no me gusta, nada más. Si un hombre afirmara lo mismo, nadie lo cuestionaría.
―No es verdad.
―Sí que lo es.
―¿Qué tal dormiste anoche? ―preguntó.
―Pues apenas pegué ojo.
Se apoyó en un codo y me miró fijamente.
―No ronco, así que ¿por qué no dormiste?
―Llevo mucho tiempo durmiendo sola. No estoy acostumbrada a compartir cama.
Examinó mis labios como si así pudiera hallar más respuestas.
―Puedes follarme seis semanas ¿pero dormir a mi lado te sigue resultando raro?
―No es nada personal, Rivera.
―Claro que es personal ―susurró―. Creía que éramos amigas.
―Y lo somos.
―Los amigos confían los unos en los otros. Y se nota que tú no confías en mí.
―Eso no es verdad.
―Sí que lo es. ―Volvió a tumbarse y se quedó mirando el techo―. Y es una pena, porque yo sí confío en ti. ―Estiró la mano y apagó la lampara de la mesita de noche. La habitación se sumió en la oscuridad y ella se dio la vuelta.
Me sentía culpable cuando no debería. Rivera significaba más para mí que todos los demás. La consideraba alguien que podía ser una amiga para toda la vida, alguien que me importaba. Estaba claro que no estaba demostrándole demasiado bien aquellos sentimientos. No se me daba bien la emotividad ni expresar abiertamente lo que sentía.
Me desplacé hasta su lado de la cama y pegué mi cuerpo a su espalda. Ahora era yo la que la abrazaba por detrás, con los pechos contra sus omóplatos y el rostro en su nuca.
―Sí que confío en ti, Rivera. De hecho, eres una de las personas en las que más confío...
Su única reacción consistió en seguir respirando. La espalda le subía y bajaba cada vez que tomaba aire y no se movió ni un centímetro. Se quedó allí tumbada sin más, fingiendo que yo no existía.
No iba a sacar nada de ella. Entonces habló.
―Pues demuéstralo, Garza.
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