Abril
Estaba en casa cuando Rivera me llamó.
―Rivera. ―Nunca la saludaba con mucho más afecto que ese por teléfono porque no tenía ni idea de quién estaría con ella en ese momento. No era que Rivera fuera a provocar esa situación a propósito, pero alguien podría oírme si estaba lo bastante cerca.
―Garza.
―¿Qué tal ha ido? ―Llevaba todo el día pensando en ello, preguntándome quién se habría hecho con el trato, si Rivera o su padre. No conocía a Homero Rivera, sólo su nombre y su reputación, pero sí conocía a Samantha Rivera y creía en ella. Tenía dones con los que la mayoría de las personas ni siquiera podían soñar.
Y no sólo en la cama.
Su sonrisa se pudo oír a través del teléfono antes incluso de que dijera algo.
―Es mía.
A mí no me importaban los acuerdos que hacían mis compañeros de profesión. Les seguía la pista, pero sus éxitos y fracasos no significaban nada para mí. La única persona que me interesaba era yo misma. Pero conocer su logro me alegró de verdad.
―No me sorprende. Sabía que lo conseguirías.
En ese momento, como había ocurrido varias veces antes, supe que Rivera era más que simplemente una tipa con la que me estaba acostando. Su bienestar y su felicidad eran esenciales para los míos propios.
Formaba parte de mi círculo íntimo.
―Gracias ―dijo―. Les hice la oferta alta directamente y picaron.
―¿Y?
―Les dije que les haría una oferta todavía mejor si la aceptaban en ese mismo instante. Si se reunían con otra persona, sólo podrían optar a la primera oferta.
Estaba impresionada, y eso era algo que no ocurría a menudo.
―Qué genia.
―Y la aceptaron. Les hice una metáfora sobre las apuestas. Los chicos inteligentes no apuestan, no está en su naturaleza. Y funcionó.
―Increíble.
―He pagado más de lo que quería... pero estoy segura de que mi padre está cabreado.
―Debería estarlo ―dije―. No sólo ha perdido una oportunidad de negocio rentable, sino que lo ha superado en inteligencia una mujer con la mitad de su edad. Los hombres arrogantes siempre reciben su merecido...
―Las dos sabemos que yo soy arrogante.
―A lo mejor no ha sido una indirecta tan sutil... Soltó una risita.
―Voy para allá.
No la había invitado, pero no puse reparos. Si no se hubiera ofrecido ella misma a venir, se lo habría pedido yo de todos modos.
―Prepararé la cena.
―¿Vamos a celebrarlo? ―preguntó―. Me encanta cómo cocinas.
―¿Sí? ―Sabía algo de cocina, pero definitivamente no tenía las habilidades necesarias para impresionar a nadie.
―Pues claro que sí. Es mejor que lo que prepara mi asistenta.
―Entonces necesitas buscar una nueva ―dije con una carcajada.
―No te subestimes. Triunfas en todo lo que te propones.
―Pero nunca me ha motivado el arte culinario.
Oí cómo hablaba con su chófer antes de sentarse en el asiento de atrás.
―Entonces, ¿por qué no contratas a alguien para que te haga la comida?