A medida que los días pasaban, esperaba sentirme mejor.
Intentaba olvidarme de Samantha Rivera.
Rezaba por olvidarme de ella.
Pero con cada día que transcurría, no me sentía mejor.
De hecho, sólo empeoraba.
Otras personas habían rechazado mi oferta antes. No muchas, pero sí algunas. Nunca había sentido ningún tipo de decepción. Simplemente salía y buscaba a otro que lo sustituyera. Siempre había salido bien hasta ese momento.
Pero Rivera era diferente.
Esa mujer me gustaba de verdad.
Tal vez fuera mejor que no funcionara. Si me gustaba ahora, acostarme con ella durante unos cuantos meses no ayudaría en nada. Nunca me había esforzado por alimentar mis sentimientos platónicos, pero cuando me había planteado de verdad contarle quién era yo en realidad, supe que Rivera se me había metido dentro.
Vivía dentro de mí.
Era dueña de diez coches. Mi Bugatti estaba en el aparcamiento de mi edificio porque me encantaba conducirlo a cualquier parte. Tenía algunos coches más en otros aparcamientos, en mi casa de Rhode Island, y algunos más en California.
Me encantaban los coches.
Era mi debilidad: comprar un motor magnífico que tuviera una potencia como para arrancar el tocón de un árbol del suelo sin el más mínimo esfuerzo.
Me encantaba el elegante resplandor de la pintura, la aerodinámica que lo hacía volar a doscientos cuarenta kilómetros por hora, con la sensación de ir a cien.
Me encantaba tener ese tipo de poder en las puntas de los dedos, la adrenalina que hacía rugir el motor y que me corría por las venas.
Decidí que la mejor forma de olvidarme de Rivera era ir de compras.
A por un coche nuevo.
Sebastián Maxwell poseía algunos de los coches más lujosos del mundo. Eran únicos porque eran caros y se tardaba mucho tiempo en fabricarlos. Cada uno era una muestra de perfección, el tipo de diseño que fascinaba a todos los amantes del motor.
Entré en el concesionario con una falda de tubo y con tacones, y miré los modelos que había en la sala. La versión más rápida que fabricaban era el Maxwell Bullet, que tenía dos motores V6 y una potencia increíble. Con asientos de piel, un sistema de sonido de última generación y unas llantas que brillaban más que mis joyas, era el coche ideal para mí.
Y sabía que lo quería en negro.
Un vendedor se acercó a mí, un hombre en los cincuenta. Me miró de arriba abajo con incertidumbre, como si fuera imposible que una mujer de treinta años realmente estuviera buscando un coche.
―Buenas tardes, señora. ¿Puedo ayudarla en algo?
―Sólo estoy echando un vistazo. ―Miré el Bullet que había delante de mí―. Muy bonitos.
―Sí que lo son ―coincidió―. ¿Está buscando algo para su jefe?
Probablemente creía que era secretaria. Al parecer, era imposible que una mujer atractiva pudiera ser algo más que una ayudante.
―Algo así. Soy mi propia jefa, así que estoy buscando algo para mí.
―Ohh... Eso es maravilloso. Tenemos algunos modelos más antiguos atrás. ¿Le gustaría ver esos?
En lugar de poner los ojos en blanco, me forcé a sonreír.
―En realidad...
―Señorita Garza. ―El propio Sebastián Maxwell salió de su despacho. Con un traje negro medianoche, un físico imponente por debajo como el motor de su coche, y una sonrisa encantadora, caminó hasta mí y me tendió la mano―. Es un placer tenerla aquí.