Las puertas se abrieron y entré en el ático de Rivera. En su sala de estar predominaban los tonos marrones y negros. Los sofás eran de cuero y tenía dos cigarros sobre la mesita de café. Me planteé anunciar mi presencia, pero sospechaba que ya sabía que estaba allí.
Salió de la cocina con las mangas de la camisa enrolladas hasta los codos. Llevaba unos vaqueros oscuros. Sus ojos mieles me saludaron con un gesto de afecto.
―Hola, pequeña. ―Me rodeó la cintura con los brazos y me apoyó las manos en la base de la espalda. Me besó con suavidad, saludándome como saludaría a su esposa.
Era una sensación agradable.
Su beso delicado se volvió sensual cuando me introdujo la lengua en la boca. Convirtió un beso inocente en algo erótico sin intentarlo siquiera, llevándolo a un nuevo nivel de pasión. Deslizó las manos hasta mis caderas y me las estrujó antes de dar un paso atrás.
―Espero que tengas hambre.
De sexo, no de comida.
―Sí.
Puso la mesa y dejó un Old Fashioned encima.
Me senté, sorprendida de que quisiera comer en lugar de ir directo a la parte buena. Di un trago y disfruté del sabor, sabiendo que se le daba bien preparar copas.
Se sentó delante de mí y empezó a comerse su salmón.
―¿Qué tal tu día?
―Bien. ¿Y el tuyo?
―Bien. ―Mantuvo los ojos en mí mientras masticaba, observándome como si fuera una pantalla de televisión en lugar de una persona.
―¿Qué?
―¿Qué? ―me preguntó ella también a mí.
―Te me has quedado mirando.
―Te puedo mirar todo lo que quiera. ―Dio otro bocado con una mirada inquebrantable. Había preparado salmón con verduras―. Si no aguantas esto, espera a que terminemos de cenar.
Era incluso más agresiva que cuando la había conocido. Estaba hablando con Rivera, una de las mujeres más poderosas de la ciudad. Cuando tenía la sartén por el mango, no temía hacer uso de su fuerza.
Mentiría si dijera que no me gustaba.
―¿Dónde está tu maleta? ―preguntó.
―¿Mi qué?
―Tu maleta ―repitió con una mirada gélida. Dejó de comer, sosteniendo el tenedor con firmeza entre sus dedos tensos―. La que te dije que trajeras.
No había sido mi intención desobedecer. Se me había olvidado de verdad.
―Se me ha pasado...
―A ti no se te pasa nada. ―Sus ojos eran oscuros como el carbón.
―Yo nunca duermo en casa de nadie. Así que sí, se me ha olvidado.
―Todo eso está a punto de cambiar. Deberías acostumbrarte.
Fue la primera en acabar de cenar y se quedó observando cómo terminaba yo.
Me negaba a dejarme intimidar por su mirada feroz, así que comí a ritmo normal, tomándome mi tiempo y sin apresurarme sólo porque ella hubiera terminado.
―Esto está bueno.
Silencio.
―¿Lo has preparado tú?
―Sí.
―Creía que no se te daba bien cocinar.
―Mis habilidades son limitadas, pero las cosas que sé hacer, las hago bien. ―Su mirada no disminuyó en intensidad. Me contemplaba como si apenas pudiera contenerse para no agarrarme.
―Si lo único que quieres hacer es follar, no hacía falta que te molestaras en preparar la cena.
Fue la primera vez que su mirada flaqueó y dejó de parecer tan agresiva.
―Eso ya lo sé, pero quería cocinar para ti.
Titubeé antes de dar otro bocado.
―La mayor parte del tiempo lo único que quiero hacer es follarte, pero disfruto de tu compañía en la misma medida.
Yo sentía lo mismo. Rivera se había ido convirtiendo en mi amiga poco a poco. Cuando se ponía posesiva y hostil me costaba recordarla, pero tras aquellos ojos fríos todavía existía un alma amable. Terminé lo que me quedaba de la cena, dejando el plato limpio.
Rivera se levantó en cuanto hube terminado. Sus definidos antebrazos estaban cubiertos de venas que evocaban la forma de ríos. Cogió mi plato, pero no se llevó la copa, porque sabía que la querría.
―Ve a mi habitación y quítatelo todo menos las bragas. Ahora.
Daba órdenes como si fuera un comandante de las fuerzas armadas. Se adaptaba bien al papel, moldeándose a ella de inmediato como si nuestra relación hubiera sido así todo el tiempo. Era una buena líder y me complacía al tiempo que se complacía a sí misma. Pero a mí siempre me supondría un esfuerzo ceder, siempre me costaría cumplir órdenes.
―Sí, jefa.
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