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Diez minutos antes de medianoche, mi chófer me llevó por la ciudad hasta llegar a su edificio. El frío otoñal empezaba a colarse sigilosamente en el aire, haciendo que se empañaran las ventanas. Llevaba una sudadera con capucha, aunque normalmente no llevaba nada más que una camisa.

El coche se detuvo y me colgué la mochila del hombro antes de bajarme. Justo en ese momento se abrió la puerta del recibidor.

Y salió Bruce Carol. Era inconfundible con sus cejas pobladas y los labios hinchados. Tenía los huesos de las cejas prominentes como montañas y llevaba una gruesa chaqueta negra con el cuello subido, bien para ocultar su aspecto, bien para protegerse el cuello del frío.

¿Qué coño hacía allí?

Caminó hacia un coche negro que estaba aparcado en el arcén, al otro lado de la calle. Los faros traseros estaban encendidos en rojo y salía humo del tubo de escape. Había alguien en el asiento del conductor y, en cuanto Bruce se montó en la parte de atrás, el coche se alejó.

No estaba segura de qué era lo que había visto.

―¿Acaso vivía en aquel edificio?

Era posible. El edificio estaba lleno de miembros ricos de la élite de la ciudad de Nueva York. Probablemente había más personas a las que conocía viviendo en aquel edificio. Sencillamente nunca me cruzaba con ellos porque yo siempre iba al ascensor privado.

Tras apaciguar mi paranoia, entré y me monté en el ascensor. No le había dicho a Garza que iba. Cuando dieran las doce, no necesitaría pedir permiso ni dar explicaciones. Podría hacer lo que me diera la maldita gana cuando me diera la gana.

Subí en el ascensor hasta la planta alta y las puertas se abrieron a su salón a oscuras. La mayoría de las luces estaban apagadas, así que ya debía de estar acostada. Entré y atravesé el pasillo. Todo estaba en silencio y las puertas del ascensor se cerraron con el sonido de un timbre.

Garza debía de saber que estaba allí.

Atravesé el umbral de la puerta abierta de su dormitorio y me la encontré de pie frente a los ventanales. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y no llevaba nada más que un tanga negro. Estaba oscuro, así que sólo podía distinguir su silueta.

Me tomé unos instantes para mirarla, para disfrutar de la imagen de su silenciosa reticencia. Giré la muñeca y miré el reloj.

Un minuto.

Dejé la bolsa en el suelo y me adentré más en la habitación, rodeándome de oscuridad. Me metí las manos en los bolsillos y guardé las distancias, observándola como si fuera un perro perdido que acababa de alejarse de su dueño.

Treinta segundos.

Las luces de la ciudad resplandecían como estrellas en el cielo. Su silencio era absoluto mientras permanecía allí de pie, completamente inmóvil. No se acobardó como si fuera una presa: su cuerpo erguido se mostraba más fuerte que nunca. Tenía los hombros hacia atrás y se comportaba con una elegancia infinita. El pecho le subía y le bajaba lentamente.

Quince segundos.

Me acerqué más a ella sin que me temblaran las manos. El corazón me latía despacio, como si fuera la calma que precedía la tormenta. Aunque había un huracán arremolinándose a nuestro alrededor, el centro permanecía inmóvil y en calma. Así era como estábamos... por el momento.

Cinco segundos.

Me puse detrás de ella, casi tocándole la parte de atrás de la cabeza con la cara. Dejé las manos en los costados de mi cuerpo y contuve la necesidad de tocarla. Mis nudillos se morían de ganas de cerrarse sobre sus caderas, de atraerla hacia mí y hacerla mía.

Tres. Dos. Uno.

El reloj pitó porque había configurado el temporizador. Ya estaba hecho. Era mía oficialmente.

―Sabía que estarías aquí...

Pegué los labios a su oído, llevando las manos a sus caderas. Por fin la tenía a mi alcance, sintiendo su piel suave bajo las yemas de mis dedos. Le pasé la lengua por la oreja antes de hablar.

―De rodillas.








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Aquí termina la segunda parte de esta historia.

Nos vemos pronto. :)

The Boss - Adaptación RivariDonde viven las historias. Descúbrelo ahora