Dio un sorbo al vaso de agua y contempló la televisión. El sonido estaba apagado y estaban volviendo a echar un partido de béisbol que ya habían emitido ese mismo día. Llevaba mi camisa blanca sin nada más que las bragas debajo. Tenía el pelo alborotado y el maquillaje corrido, pero estaba espectacular así.
Porque yo era la causa de aquel caos.
Bebí agua mientras la miraba, ya limpia después de haberme duchado en su baño. Ahora estaba sentada en ropa interior en el sofá, que ya no estaba cubierto por la funda de plástico. La observaba, intrigada por aquella misteriosa mujer y preguntándome en qué estaría pensando.
Siempre tomaba un vaso de agua después del sexo. Y siempre tenía un jarrón con flores frescas en la mayoría de las superficies. Nunca había visto flores marchitándose cerca de ella; debía de cambiarlas cada dos días, con la puntualidad de un reloj. Vestía constantemente de oscuro, pero se rodeaba de una feminidad austera. Se giró hacia mí y dejó el vaso en la mesa.
―¿Tienes hambre?
Nunca me había ofrecido comida.
―Un poco.
―Tengo algunas sobras de anoche. ¿Te apetece?
―¿Lo has preparado tú?
―Sí.
―Entonces, sí. ―Quería probar su cocina, puesto que ya lo había probado todo de ella.
Entró en la cocina, calentó dos platos de comida y volvió. Había preparado una pechuga de pollo del día anterior, con sal y pimienta y marinada al limón, además de brócoli y espárragos.
La carne estaba lo bastante tierna como para cortarla con un tenedor y comí mientras la miraba, sentada en el otro sofá.
Daba pequeños bocados y dedicaba mucho tiempo a masticar la comida antes de tragarla.
No me sorprendía que aquel fuera el tipo de alimentación que seguía.
Una mujer no tenía aquellas piernas si no prestaba atención a la más mínima cosa que comía. Bebía tanto que tenía que compensarlo de algún modo. Era evidente que le importaba más el alcohol que la comida.
―Está bueno ―dije entre bocado y bocado―. Gracias.
―De nada. ―Se lo terminó todo antes de dejar el plato vacío en la mesa. Yo también dejé el mío y la miré, preguntándome si querría que me marchase o no. No había motivo para que me quedara, pero me costaba levantarme. Siempre que estaba con ella, me sentía cómoda. No pensaba en el trabajo ni en el resto de las tonterías de mi vida. No pensaba en nada, en realidad. Y era agradable.
―¿Cómo te enteraste de lo de Bruce Carol?
Cruzó las piernas y giró la cabeza hacia mí.
―No hablamos de negocios.
―El trato ya está cerrado. No creo que tenga nada de malo.
―Pues yo sí. ―Volvió a coger el vaso de agua.
Debería haber sabido que reaccionaría así. No le intimidaba mi éxito, porque sabía que no afectaba a sus propios logros. Era lo bastante segura como para no dejar que mi victoria interfiriese en nuestra relación, pero no iba a cambiar de idea con respecto a las normas iniciales.
Recordé la noche que nos habíamos sentado juntas en su habitación del hotel. Las dos estábamos satisfechas después de una intensa ronda de sexo, así que nos sentamos en la oscuridad y hablamos... y bebimos. Me enteré de que era escritora y descubrí que tenía una sonrisa bonita cuando se sentía lo bastante cómoda como para enseñarla.