Cuando pasó una semana sin que supiera nada de ella, la llamé.
Estaba sentada en el salón de mi casa con el partido en la televisión. Apagué el sonido y me recosté en el asiento, vestida sólo con unos pantalones deportivos. Tenía el teléfono pegado a la oreja y escuché cómo daba tonos incesantemente.
Respondió con una voz tan sensual que habría bastado para que me masturbara al oírla.
―Buenas noches, Rivera.
Hice una pausa antes de responder, atesorando el sonido de mi nombre en sus labios. Cada vez que lo pronunciaba, era lo más erótico que había oído nunca.
Ninguna otra mujer había acariciado mi nombre como lo hacía ella. Lo cuidaba, prácticamente deslizando la lengua por él a pesar de que mi nombre no era de naturaleza física.
―Garza.
Permaneció en silencio desde el otro lado de la línea, sabiendo exactamente por qué llamaba y claramente sin tener que decir nada al respecto.
―¿Dónde estás?
―En mi salón.
―¿Qué llevas puesto?
Sonreí.
―Unos pantalones grises de deporte.
―Mmm...
Cerré los ojos ante aquel sonido. Ni siquiera podía hablar con ella dos minutos sin excitarme. Había pasado toda la semana masturbándome pensando en nuestro último encuentro. No era el tipo de mujer que se masturbaba con frecuencia; prefería el sexo con una mujer real, en vez de con mi mano. Pero durante la última semana, me había tocado todas las mañanas y todas las noches.
―Te echo de menos.
Su respuesta fue inmediata, aunque yo había dado por hecho que no recibiría ninguna contestación.
―Yo también te echo de menos.
―Entonces acepta mi oferta.
―Todavía me lo estoy pensando...
―Deja que vaya a tu casa mientras te lo piensas. ―Estaba excitada y ella también lo estaba. Lo notaba sólo por la forma en que respiraba a través del teléfono. Si no íbamos a resolver nada aquella noche, bien podíamos disfrutar la una de la otra―. Estoy harta de mi mano. Te quiero a ti.
Respiró hondo otra vez, claramente excitada por el comentario.
― ¿No has pasado tiempo con tus chicas?
―No. Sólo te deseo a ti.
Otra respiración.
Aunque no sabía qué significaba Thorn para ella, sabía que no estaba acostándose con él.
―Y yo soy la única a la que tú deseas.
―Es verdad ―susurró―. ¿Piensas en mí cuando te masturbas?
No me avergonzaba mi respuesta.
―Siempre.
―¿Y en qué piensas exactamente?
El miembro se me puso duro en los bóxers.
―En tu lengua en mis testículos.
―Creía que eso te gustaba...
―¿Gustarme? ―susurré―. No es que me guste, es que es una puta maravilla.
Garza respiró al teléfono, quedándose callada.
―Di que sí y punto, Garza. Podemos seguir dándole vueltas al tema, pero las dos sabemos qué es lo que va a pasar.
―¿Y qué es lo que va a pasar? ―me desafió.
―Que vas a decir que sí.
―Pareces muy segura.
―Se me pone dura sólo de escucharte. Si tu respuesta no es un sí, haré que sea un sí.
Garza dejó escapar un gemido tan callado que apenas pude oírlo.
―Estaré allí en diez minutos.
Sí.
―Son las nueve. Voy yo a tu casa.
―No.
―No es seguro que una mujer guapa salga por la ciudad a estas horas. ―Era estúpido sentirme protectora con ella cuando ni siquiera era mi chica, pero era un instinto natural. Durante todo el tiempo que había pasado en aquella pista de carreras, había tenido el corazón a mil por hora. Me aterrorizaba pensar en que podía perder el control del coche y estrellarse. Cuando había amenazado a Charles Brown, había dejado que mi temperamento me dominara, pero no había podido contenerme.
―Tienes razón, no es seguro ―dijo―. Pero soy la dueña de esta ciudad. Y soy dueña de todas las personas que hay en ella.