Abril
Aquella nueva dictadura era aterradora.
Rivera se había hecho con el mando como si hubiera nacido para ejercer esa clase de poder. Me controlaba, me obligaba a hacer cosas que nunca antes me había planteado. No había dormido junto a una persona en casi diez años... y ahora lo estaba haciendo.
Aquella noche apenas logré pegar ojo, incapaz de conciliar el sueño. El miedo, el pánico y la ansiedad me consumieron durante gran parte de la noche. Aquellos sentimientos no estaban específicamente dirigidos hacia Rivera. No eran más que emociones que no podía controlar. Caer en estado de inconsciencia me obligaría a bajar todas mis defensas, pero permitir que ocurriera aquello iba en contra de mi naturaleza.
Así que sólo dormí unas cuantas horas de forma intermitente.
La alarma de Rivera sonó alrededor de las seis. Silenció el teléfono y se estiró junto a mí, tomándose unos minutos para despertarse del todo. Su cuerpo movió la cama bajo su peso, haciendo que el colchón se hundiera ligeramente en el centro.
Yo era la única persona que había dormido en aquella cama y ahora el colchón parecía un lugar totalmente distinto con una mujer en él. Inundaba las sábanas con su calidez natural. Respiraba con tranquilidad mientras dormía y el sonido penetraba en mi silencioso dormitorio. Cambiaba de postura al dormir y a veces me agarraba y me acercaba a ella, como si pudiera escabullirme mientras ella estaba inconsciente.
Yo yacía inmóvil a su lado sin saber qué hacer.
Se dio la vuelta y pegó su cuerpo al mío. Me subió la mano por la camiseta y la posó sobre mis pechos desnudos mientras me besaba el cuello hasta llegar a la oreja. Mientras me acariciaba, llegó a mi oído un gemido callado y su sexo se apretó contra mi espalda.
A pesar de mi agotamiento, sentí la atracción de inmediato.
Me bajó las bragas tironeando y me dio la vuelta hasta que quedé tumbada sobre mi vientre. Trepó sobre mi cuerpo, apoyando las caderas contra mi trasero. Saltándose los preliminares y yendo directo al grano, me introdujo su enorme erección de una sola embestida.
Dios mío.
Presionó la boca contra mi oreja y respiró mientras me penetraba, echándome un polvo rápido cuyo único propósito era alcanzar el orgasmo. No pronunció una sola palabra ni emitió una sola orden. Me folló en silencio mientras nuestros cuerpos chocaban con cada impacto. A veces gemía directamente junto a mi oído y mi sexo no tardó en empaparse.
Me aferré a las sábanas que tenía debajo y sentí que un escalofrío me subía por la columna. Su sexo me proporcionaba un placer exquisito y su respiración era tremendamente sensual. Sentí que el orgasmo se formaba en mis entrañas y se iba extendiendo a todas mis extremidades. Una ola de placer arrasó conmigo, sumiéndome en un orgasmo que me obligó a morder la almohada que tenía debajo.
Cuando Rivera me oyó gritar, empujó con más vigor, golpeándome las nalgas con el hueso pélvico. Hundió su enorme sexo en mí, abriéndose paso por mi canal estrecho y resbaladizo y enterrándose en mi humedad. Soltó un largo gruñido antes de envainarse por completo en mi interior y eyacular, llenando mi cuerpo con su deseo cálido y pesado. Apoyó la cara contra mi nuca y respiró complacida, inhalando lenta y profundamente.
Tener un orgasmo a primera hora de la mañana no estaba tan mal.
Salió lentamente de mí, asegurándose de que su semilla permaneciera dentro de mi cuerpo. Se levantó de la cama y entró en el cuarto de baño; un segundo más tarde, el agua de la ducha empezó a salpicar contra las baldosas del suelo.
Me quedé allí tumbada un minuto entero, recuperándome del calor que todavía me ardía entre las piernas. No me había dicho ni una sola palabra antes de hacérmelo exactamente como a ella le gustaba. Había pegado su cuerpo al mío y me había penetrado haciendo el mínimo esfuerzo posible, porque sólo quería correrse antes de ir al trabajo.
Era tan erótico...
Seguía sin gustarme que durmiera allí, pero despertarme así era una verdadera gozada.
Cuando mi cuerpo por fin dejó de latir, me metí con ella en la ducha.
Era obvio que no llevaba bien los madrugones, porque no dijo nada. Se lavó el pelo y se frotó el cuerpo con una pastilla de jabón. Nos íbamos turnando: ella permanecía un rato debajo del agua caliente y me dejaba usarlo si lo necesitaba.
Yo tampoco dije nada.
No parecía necesario que hubiera ninguna conversación. Éramos como cualquier otra pareja del mundo que tenía una rutina matutina parca en palabras. Nos sentíamos lo bastante cómodos la una con la otra como para no tener que llenar el silencio con temas banales.
Rivera fue la primera en salir y se secó antes de acercarse al lavabo.
Y se lavó los dientes con mi cepillo. Mi puto cepillo de dientes.
Rivera contemplaba su reflejo en el espejo y observó mi mirada de cabreo. Y entonces me guiñó un ojo.
idiota.
Yo también salí y me sequé el cuerpo antes de pasar al pelo. A diferencia de la noche anterior, cuando no me había importado mi aspecto, tuve que dedicar un rato a peinarme perfectamente, rizando las puntas para dar una suave elasticidad a los mechones. Me maquillé, aplicándome un pintalabios de color burdeos y dándoles un toque ahumado a los ojos. Después saqué uno de los vestidos que Connor me había regalado, una prenda de color negro con botones de plata en la parte superior. Parecía un conjunto de falda y blusa, pero en realidad era una sola pieza. Me puse unos zapatos de tacón a juego y un collar, lista ya para marcharme.
Volvía a ser Abril Garza.
Entré en el salón sin saber si Rivera ya se habría ido, pero se encontraba en la cocina, donde acababa de preparar una jarra de café. Sacó lo que quiso de la nevera e improvisó un desayuno rápido con huevos revueltos y espárragos.
Me preparó un plato a mí también.
Tomó asiento y disfrutó del desayuno mientras revisaba su correo en el teléfono. Entrecerraba los ojos cada vez que leía algo que no le gustaba y tecleaba una rápida respuesta con sus gruesos dedos.
Yo comía intentando no mirarla fijamente.
Ella daba lentos sorbos al café con cuidado de no derramar ni una gota en el traje. Debía de haberlo traído en la maleta, pero me parecía inexplicable que no estuviese arrugado. A lo mejor lo había planchado mientras yo me maquillaba.
Seguimos sin hablar.
Cuando Rivera acabó de desayunar, se metió el teléfono en el bolsillo y dejó el plato en el fregadero. Volvió hasta mí, ahora ya preparada para marcharse. Tenía un aspecto pulcro y acicalado, como si no acabara de pasar la noche con una mujer.
―Te voy a preparar la cena en mi casa. Estate allí a las siete.
Siseé entre dientes, apenas capaz de procesar aquella orden.
Ahora estaba a merced de aquella mujer y sus órdenes eran la ley. Yo la había sometido a la misma rutina durante seis semanas así que, evidentemente, tenía que cumplir con mi parte del trato.
Pero eso no hacía que fuera más fácil de soportar.
Se me quedó mirando, como si se me estuviera olvidando algo. Sabía exactamente de qué se trataba.
―Sí, jefa. ―Aparté la mirada y di un sorbo al café, ya sin disfrutarlo.
Me agarró el pelo por la nuca y me echó la cabeza hacia atrás para poder darme un beso en los labios. Me estropeó el pintalabios antes incluso de que empezara la jornada, pero a ninguna de las dos nos importaba. Me besó con pasión, ofreciéndome su lengua con agresividad. Era como si no acabara de acostarse conmigo cuarenta y cinco minutos antes.
Se apartó y caminó hasta las puertas del ascensor.
―Que tengas buen día.
―Y tú... ―Seguía obnubilada por aquel beso, por haber sido conquistada con un simple contacto.
Las puertas se abrieron y pasó al interior. Antes de que se cerraran, dijo una cosa más: ―Y prepara una maleta.