23.3

503 44 0
                                    

Recogimos todas nuestras cosas, hicimos las maletas y nos dispusimos a dejar mi casa de Rhode Island. El chófer de Thorn iba a llevarnos a los dos de vuelta a Nueva York mientras que todos los demás volverían en sus propios coches.

Y Rivera cogió su helicóptero.

―¿Y si te llevo volando a casa? ―preguntó Rivera mientras se echaba la bolsa al hombro.

―¿En el helicóptero? ―pregunté sorprendida.

―Sí. El vuelo sólo dura treinta minutos.

―No es la duración lo que me preocupa.

―Vamos, es muy bonito. A menos que no te fíes de mí.

Me fiaba de aquella mujer más que de un piloto comercial. Nos llevaría hasta allí sanos y salvos.

―¿Y mi equipaje?

―Hay sitio de sobra.

No pude contener una sonrisa al imaginarme en el cielo a tanta altura volando sobre la costa de vuelta a la ciudad. Podría ver los rascacielos mucho antes de estar cerca de ellos. Volar siempre me había resultado estimulante. A algunas personas les aterrorizaba estar en el aire y preferían tener los pies bien pegados al suelo, pero a mí me sucedía lo contrario.

Yo prefería el cielo.

―Suena divertido.

Rivera mostró su entusiasmo atrayéndome hacia sí para darme un beso agresivo en la boca. Se aferró a mi blusa por la parte baja de la espalda, arrugando la tela mientras respiraba con fuerza contra mi boca. Cuando se apartó, lucía una sonrisa muy atractiva.

―Pues preparémonos para el despegue.

Nos despedimos de todo el mundo y el personal se quedó ocupándose del lío que habíamos armado. Thorn no parecía muy contento con la idea de que me metiera en un helicóptero, pero no me cuestionó delante de todo el mundo.

Después de asegurar nuestro equipaje en la parte de atrás, nos pusimos los cascos y Rivera habló con alguien a través del micrófono. Les dio algunos códigos antes de agarrar la palanca de cambios y elevar el helicóptero en el aire.

―Dios mío. ―Me sujeté a la puerta mientras miraba hacia abajo para ver mi casa, que se volvía cada vez más pequeña―. Mi casa parece diminuta.

Con las gafas de aviador y aquel grueso casco, tenía un aspecto increíblemente atractivo. El sol relucía sobre su rostro y parecía una mujer que seguía teniendo el espíritu de una niña. Era una piloto llevando una maravillosa pieza de ingeniería al cielo.

La contemplé con una sonrisa en la cara, encantada de ver a Rivera tan emocionada.

Costaba saber hacia dónde estaba mirando con aquellas gafas, pero debía de tener los ojos puestos en mí, porque preguntó:

―¿Qué?

―¿Qué? ―repetí yo.

―¿Por qué me mirabas?

―Porque eres linda.

―¿linda? ―preguntó frunciendo el ceño.

―Vale, porque eres sexi.

Dirigió el helicóptero hacia el noroeste.

―Eso está mejor.

―Bueno... ¿Alguna vez te han hecho una mamada durante un vuelo?

―No mientras estoy pilotando ―dijo―. Y, a pesar de lo mucho que disfrutaría de una en este momento, voy a tener que rechazar tu oferta.

―¿Por qué?

―Demasiado peligroso.

―Una mujer preocupada por la seguridad. Me gusta.

Volamos casi todo el camino en silencio, embebiéndonos de las maravillosas vistas que había bajo las nubes. Las hélices hacían tanto ruido que sólo podíamos hablar entre nosotras a través del sistema de intercomunicación de los cascos. Era un poco raro hablar así, pero me acostumbré después de las primeras frases.

Cuando llegamos a Nueva York, fue un regalo aún mayor. El sol empezaba a ponerse y la luz era una delicia. No era muy distinta de lo que veía por las ventanas de mi ático, pero a aquella altura la ciudad parecía pequeña.

―Es lo más bonito que he visto nunca.

Volvió la cabeza hacia mí.

―Sí.

―Me mudé aquí cuando tenía quince años. ―Recordaba el día en que mi padre se había trasladado después de que lo despidieran de su trabajo―. Crecí en una ciudad pequeña de Nueva Jersey. Mi padre era pintor y cuando perdió el trabajo tuvo que mudarse aquí para buscar otra cosa. El dinero siempre era un problema porque tenía que buscar trabajo constantemente. Cuando trabajó para una empresa más grande, nunca ganaba suficiente dinero. ―No sabía por qué estaba contándole aquello. Era algo personal y aburrido, pero mi boca continuó―: Cuando fui lo bastante mayor para trabajar, empecé a ayudar. Eso hizo que todo fuera mucho más fácil para mi padre, pero después enfermó... y no hubo nada que yo pudiera hacer.―Cuando pensaba en los últimos seis meses de vida de mi padre, se me rompía el corazón, pero intenté no pensar en ello demasiado, porque si lo hacía, empezaría a llorar―. Quería ser rica porque quería cuidar de mi padre. Él me cuidó a mí cuando mi madre dejó claro lo fácil que era largarse sin más. Se quedó a mi lado y me dio la mejor vida que pudo. Ojalá pudiera verme ahora... para que viese lo que he conseguido.

―¿Y quién dice que no te está viendo en este momento?

Volví la cabeza hacia ella y vi la mirada de afecto en sus ojos. Ya no llevaba puestas las gafas de sol, por lo que podía ver perfectamente su expresión. Su sonrisa era alentadora, pero sus ojos revelaban una comprensión desconsolada.

―Estoy segura de que se siente orgulloso de ti, Garza. Yo te conozco sólo desde hace unos meses y ya lo estoy.

―¿Sí? ―susurré.

―Si alguna vez tengo una hija, espero que sea igual que tú.

―¿Por qué?

―No toleras insultos de nadie y así es como me gustaría que fuera mi hija. Querría que supiera lo que vale, como tú. Que no le diera miedo darle una patada en los huevos a un hombre si la tocara sin su permiso. Que le hiciera pagar su estupidez a todo aquel que le faltara al respeto.

Nadie me elogiaba nunca como lo hacía Rivera. A la mayoría de la gente le interesaba saber cómo había empezado mi negocio, dónde había aprendido todos mis secretos. Querían hacerse con mi manual de estrategias y usarlo en su beneficio. Rivera era la primera persona que me hacía cumplidos por mi carácter, no por mi éxito. Era un cambio agradable.

―Creo que nunca nadie me ha dicho algo tan bonito.

―Podría decirse que me caes bien. Yo no hago negocios con cualquiera, así que supongo que eso está claro.

―Tú también me caes bien, Rivera.

―¿Quieres que tu hija sea como yo? ―bromeó.

Yo no pensaba mucho en mis hijos ni en cómo serían. Lo único que sabía era que quería tenerlos. Pero al imaginarme a Rivera de pequeña, sonreí. Tenía que haber sido adorable.

―No sería lo peor del mundo.

The Boss - Adaptación RivariDonde viven las historias. Descúbrelo ahora