Prólogo

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Cruzar la calle con su pequeño peluche de lana favorito en forma de manzana al cual nombró Apple (aunque con solo un año le decía solo Ap), se había convertido en una rutina que a Beatriz le encantaba. Claro que cuando fuera más grande ella no recordaría esos buenos momentos a menos que alguien se los recordara porque, como es de suponerse, una niña de un año como ella no podrá recordar sino fragmentos de lo que hizo en su niñez.

Levantó su carita regordeta, con las mejillas sonrojadas por el sol, sintiendo el roce de su vestido primaveral sobre sus rodillas, con bonitas flores de un color lila bordadas cuidadosamente sobre la suave y blancuzca tela de aquél vestido que tanto le encantaba llevar porque las largas, suaves y bonitas manos de su madre lo habían confeccionado. Entrecerró sus bonitos ojos verdes con ligeras motas de color azul resaltando todo su iris bajo las espesas pestañas cuando el sol la golpeó con su encanto brillante. Al acostumbrarse a la luz, pudo ver la enorme sonrisa de su padre cargando las bolsas con la compra de un lado y sosteniendo el pequeño y frágil cuerpo de Beatriz del otro.

Al llegar al auto, su padre la sentó en los asientos traseros con cuidado de no lastimarla y luego la acomodó en su sillita, especialmente para ella, con tonos de rosa y un cinturón suave pero resistente a la vez que ella misma acomodaba a su peluche entre sus pequeñas piernas. La enorme sonrisa de su padre mientras le decía algo que ella no comprendía del todo la hizo reír más. Pero, al llegar la hora de ponerle el cinturón, Beatriz pudo ver cómo su padre se desvanecía en el suelo de aquél estacionamiento. Quedó completamente tendido, relajado, con la respiración acompasada, pero ella, tan pequeña e inocente no supo qué era lo que pasaba.

Quizás, si hubiese sido más grande podía haber sabido que algo raro estaba sucediendo.

Podía haberse dado cuenta de que eso rojo que brotaba de la cabeza de su padre era viscoso, asqueroso y extraño.

Y también podría haber llorado y gritado cuando unos brazos que no eran los de su papá la envolvieron en un abrazo suave pero extraño para ella.

Poco a poco se fueron alejando del cuerpo de su papá tendido en el piso sucio de aquél estacionamiento, y Ap parecía decirle adiós desde el asiento de atrás.

Pero beatriz no lloró, más que nada porque no hay nada más bueno— o más horrible— que vivir en la ignorancia.

Perdida entre la perfecta imperfección Donde viven las historias. Descúbrelo ahora