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Papá se estaba colocando la camisa. Ya lo había echo con los pantalones, mientras que yo estaba tirada en la cama, con mi cuerpo adolorido cubierto por solo una manta. Por la ventana podía ver que ya había oscurecido. Habíamos pasado toda la tarde en mi habitación.

Papá no parecía tener suficiente cada vez que terminaba y mi cuerpo ya no aguantaba más.

— Quiero que te duches y que bajes a cenar— dijo cuando ya se había colocado la camisa.

Mi respiración era un desastre. No me había dado tregua. Mi mejilla estaba apoyada en la almohada, mi cabello estaba desparramado por el colchón y mis manos apretaban las cobijas con tanta fuerza que empezó a doler. Aún con todo moví la cabeza en un gesto afirmativo, no quería molestarlo, ya lo estaba gracias a lo sucedido con Arantza y se había desquitado conmigo, como siempre que podía.

Al ver mi respuesta sonrió, se apoyó con cuidado en el colchón, se inclinó para tomar mi cara y plantó un beso en mis labios. No entendía porqué no se daba por vencido. Yo jamás le correspondería a ese amor enfermizo que decía tenerme. Prefería lanzarme de un puente antes que demostrarle algo a ese monstruo. Con suavidad se incorporó de nuevo y se acercó a la puerta para irse.

— Te espero abajo cariño.

A penas abandonó mi habitación estrujé mis labios con mi antebrazo. Me repugnaba todo lo que tenía que ver con él. Su sonrisa al terminar, sus manos por mis piernas, los sonidos de placer que salían de su boca.

Yo era su hija, maldita sea. Todos lo éramos, entonces, ¿Por qué estaba tan obsesionado conmigo?. Ya no lo soportaba más.

Al quitar la sábana de mi cuerpo pude ver todas las marcas que tenía, pero al acercarme al espejo pude verme mejor. Los muslos enrojecidos, las mordidas en mi clavícula, hombros y torso, las marcas de sus dedos en mis caderas... Incluso mis labios estaban rojos. Las únicas partes que papá nunca tocaba eran mis hombros, más abajo de mis rodillas, mis brazos, mi espalda y mi cara. No lo hacía porque entonces y solo entonces mis hermanos empezarían a notar cosas raras.

Con una mueca de dolor y limpiando las lágrimas con la rabia que sentía entré al baño. Ya era una costumbre estar bajo la regadera durante tanto rato que mis dedos se arrugaban. Me sentía fatal y no solo físicamente. Mi cabeza me daba vueltas y el miedo a que él volviera me carcomía hasta los huesos. Apreté mis piernas contra mi pecho tan fuerte que mis uñas me lastimaron. Hundí la cara en mis rodillas y lloré. Lloré como nunca hacía delante de nadie y menos delante de papá.

Cuando hubo pasado un tiempo salí del baño envuelta en una toalla. El dosel que cubría mi cama estaba movido, las sabanas y cobijas estaban echas un total desastre. Habían almohadas y cojines de seda tirados por la alfombra de felpa color rosa. Ya lo recogería todo antes de que las sirvientas vinieran por la ropa sucia. Me acerqué al mueble junto a la ventana donde estaban todos mis peluches. Pero solo tomé uno y lo apreté con fuerza contra mi pecho. Era el que había roto mientras jugaba y papá había arreglado.

Ese peluche era un recordatorio. Uno que me hacía llorar, porque los recuerdos de cuando papá no me tocaba venían a mi mente de una manera arrolladora y fugaz. Era como el corte de una navaja filosa: Precisa y limpia, además de efímera. Porque un corte podía hacerse en menos de dos segundos. Eso era lo que duraban esos buenos recuerdos en mi mente, los malos opacaban todo.

Ajusté mi toalla y con el peluche apretado entre mis manos abrí la puerta y miré hacia afuera. No había nadie. Todos debían estar en sus habitaciones, preparándose para cenar. Cerré la puerta de nuevo y me acerqué a mi cama. Con cuidado metí mi mano detrás de la cabecera y jalé hasta que el sonido de la cinta adhesiva despegandose de la madera sonó. Era mi cuaderno, algo parecido a un diario que tenía desde hacía muchos años y que hasta hace poco no sabía cómo usarlo.

Me parecía una completa estupidez, pero hacía unos meses que había encontrado una función para él. Tomé un lápiz de mi escritorio y me senté del otro lado de la cama, dándole la espalda a la puerta. Mi cama era tan grande y yo tan menuda que me cubría entera. Si alguien entraba y no me veía lo primero que harían sería entrar al baño y entonces me daría cuenta y tendría tiempo de esconder mi cuaderno.

Con un suspiro, mi peluche a un lado y las lágrimas rodando por mis mejillas empecé a escribir.

No lo escuches

Cerraba los ojos y en mi mente repetía las notas de una de las canciones que una de mis hermanas me había enseñado.

Prefería eso antes de oír todo lo que me hacía.

Prefería eso antes de que mi mente se volviera loca por completo.

Debía aguantar. No importaba cuánto tiempo durase. Mis alas estaban más que rotas, ya no había nada que pudiera hacer.

Lo único que me salvaba de pensar en aquello era una luz, una única luz que aún habitaba en mí y que tanto luchaba porque no se apagara. Dentro de mí solo había oscuridad, nesecitaba esa luz.

La nesecitaba para seguir creyendo en que aquello pronto terminaría.

Nesecitaba ese pedacito de esperanza que aún resplandecía. 

No era la primera que escribía en aquel cuaderno. Dentro tenía un montón de dibujos, frases de otros libros, pensamientos y otras cosas. Eso era lo que hacía cuando ya no podía más, cuando sentía que no podría resistir más. Cuando mi mente me jugaba sucio en vez de apoyarme.

Una vez que tuve todo escrito, volví a cerrar el cuaderno.

Me quedé un rato más en el suelo, jugando con el peluche en mi regazo antes de volver a ponerlo en su lugar y prepararme para cenar. Volví a ocultar el cuaderno tras la cama con bastante cinta adhesiva para que no se desprenda y busqué en mi clóset un vestido para ponerme. Escogí uno morado oscuro hasta más abajo de mis rodillas, con la espalda cubierta. Me cubría la clavícula y tenía encaje de colores oscuros igual que la tela. Me recogí el cabello en una coleta y dejé mechones a cada lado de mi cara maltrecha de tanto llorar. Tomé un poco de maquillaje y disimulé lo más que pude lo rojo de mis ojos.

No era una fanática del maquillaje como Crisa, Charlotte y Dasha, pero me sabía algunos trucos. Cepillé mis dientes, me coloque las zapatillas y salí de mi habitación.

Lo primero que noté al salir fué lo escuro. Empezaba septiembre, y por lo tanto también el otoño, lo cual traería cierto aire frío.

Perdida entre la perfecta imperfección Donde viven las historias. Descúbrelo ahora