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Lo aterrador de todo lo que veían mis ojos es que, a la vez, me parecía divertido.

Arantza, Maliah, Dasha, Ryan, Louis, Frey y yo estábamos jugando en el laberinto. A pesar de que el sol ya comenzaba a ocultarse y una casi imperceptible neblina cubría los arbustos altos y frondosos, ahí estábamos, jugando como tontos. Se veía tétrico, pero las risas de todos intentando encontrarnos nos hacía olvidar eso. Solo nos divertíamos antes de que llegara la hora de irnos a alistar para la cena. Papá nos observaba desde las pequeñas mesas de té, con una pierna sobre la otra y la mano en un puño sosteniendo su cara.

Pero ese era mi momento. No dejaría que él me lo arruinara. Yo solo corría, intentando escuchar el sonido de la tierra bajo los zapatos de mis hermanos y las zapatillas de mis hermanas. Pegué mi espalda contra uno de los arbustos cuando escuché unos pasos al otro lado, justo a mis espaldas. No era mucho trayecto para que los caminos se encontraran así que comencé a caminar hacia allí con cautela.

Solo que tuve que detenerme al escuchar gritos a lo lejos. Cuando miré me di cuenta que mi pequeña cabecita no se había equivocado. Mamá estaba peleando con papá (o quizás él con ella). No lo tenía claro y sus palabras eufóricas— o al menos las de mamá— no se escuchaban por la lejanía. Tampoco era que estuviéramos muy retirados, solo que sus voces en lo alto de las escaleras para bajar al laberinto se apagaban poco a poco y no se escuchaba. Pensé en acercarme un poco con total curiosidad de por qué mis padres peleaban de esa manera, pero negué con la cabeza y retrocedí. No, a pesar de la curiosidad que aquello me generaba, no era problema mío lo que estuviera pasando.

Me alejé con la intención de encontrar a alguno de mis hermanos. El juego solamente consistía en encontrarnos a todos. Tonto la verdad. Pero, yo solo tenía doce años, así que un juego así, por más tonto que sea, despierta a la niña que soy.

Los pasos ya no se escuchaban tan cerca así que ninguno de mis hermanos podía atraparme. Crucé dos esquinas más, sonriendo y mirando a los lados al pendiente de que ninguno de ellos estuviera acechando y seguí. Al menos durante un rato, pero después me detuve. Delante de mí no había solamente arbustos, flores y los postes de luz que mantenían todo alumbrado. Mis ojos estaban viendo algo más. Era un árbol lleno de flores amarillas, su tronco estaba libre de ramas, solo tenía la corona de hojas verdes y flores que ya a esa hora buscaban cerrarse. Alrededor había una fuente, echa de piedras lisas que contenía agua cristalina y peces de distintos colores. Luego estaba una especie de alfombra redonda de pasto con petalos que cayeron de las flores del árbol, lo demás eran las piedras que forraban la tierra del suelo, aunque habían partes del laberinto donde todavía no habían sido puestas.

Y, lo último. Delante del árbol, bajo su floreada sombra había una banca, era de color blanco perlado con sus diseños en dorado igual a como era casi toda la mansión por dentro. Comenzaba a pensar que esos eran los colores favoritos de papá. La banca era de un tamaño lo suficientemente grande para que tres personas pudieran sentarse, aunque en este momento solo hubiera una. Justo en el medio, con su camisa de vestir blanca y su corbata azul oscuro un tanto floja estaba Izan. Tenía las mangas de su camisa subidas hasta los codos, su pierna estaba sobre la otra y sostenía un libro con sus manos.

Izan parecía mucho más mayor de lo que era igual que yo. Solamente tiene catorce y ya parece un adolescente de diecisiete. Yo soy igual a él. No porque seamos los únicos hijos rubios que tuvo Thomson Maklafferdie, sino porque mi cuerpo por diversas situaciones aparenta ser de una joven de quince o dieciséis.

Por diversas situaciones. Si, claro.

Miré un momento el árbol antes de acercarme a Izan. Él parecía que no había notado mi llegada, pero cuando me moví claro que lo notó. Sus ojos, que parecían tener una tormenta, luchando por mantener el azul aunque era el gris el que lo dominaba se encontraron con los míos. No sé porqué me detuve, o tal vez si. Lo había interrumpido, y si había algo que Izan detestaba era que lo interrumpieran cuando estaba ocupado con algo. Solo que, en vez de poner mala cara, frunció el ceño con confusión.

— ¿Zibá?, ¿Que haces aquí?

— Estamos jugando.

Las risas de Arantza de fondo acompañaron mi respuesta. Izan al escucharlas puso los ojos en blanco y volvió a su lectura.

— Claro.

— ¿Te molesta si pregunto qué lees?

— Esa pregunta está dentro de otra pregunta Zibá— murmuró con una sonrisita burlona.

— Pues...

— No creo que sea un libro que te gustaría leer Zibá— lo cerró de golpe y lo puso a un lado con mala cara— además, a mi tampoco me gustó. Que perdida de tiempo.

— Tu muy pocas veces te equivocas al elegir un libro.

— Pero es algo que no está en mi poder. Al elegir un libro no te salvas de que sea bueno o malo, solamente lo escoges. Los anteriores me los había recomendado mi profesor, este decidí tomarlo por mi cuenta de la biblioteca.

— Así que perdiste el tiempo— murmuré— ¿Que tal van tus manos?

Las había dejado sin el vendaje. Algunos raspones y costras se alcanzaban a ver desde la palma. Eso y los callos le pasaban mucho cuando se ponía a tallar en madera, y a papá no le gustaba para nada, porque las cicatrices que estuvieran a la vista arruinaban la perfección de su piel.

Poco a poco me acerqué y me senté junto a él, alisando mi arrugado vestido de color verde con mala cara. Papá me había obligado a usarlo hoy porque yo casi no me lo pongo. ¿Él por qué?, simple: A papá le encanta porque combina con mis ojos y yo me niego a ponerme o hacer algo que a él le encante de mí o le llame la atención como para que no deje de verme en el resto del día.

— Ya no tallas como antes— susurré, intentando ser delicada con lo que decía.

Izan a mi lado se tensó, pero solo sonrió un poco triste.

— Lo has notado.

— Es difícil no hacerlo cuando antes lo hacías todo el tiempo.

Asintió, sopesando mis palabras y degustando las suyas antes de que salieran de su boca.

— No he tenido ganas— respondió al fin.

— Izan— lo miré— no me mientas.

— ¿Podrías no parecer una mamá regañona?, porque ya tenemos una.

— Sé que papá quiere que dejes de tallar.

Su mandíbula se apretó. Era un poco fácil leer las expresiones como esa. Aunque, habían otras que no lo eran tanto.

— También sé que no te a comprado madera y es por eso que no has tallado más.

— ¿Todos lo saben?

Ignoré su pregunta, más que todo porque la respuesta me dejaría al descubierto. Lo había estado observado, pero no solo eso, sino que papá me lo había dicho. Si le decía que era solo yo quién lo sabía y entonces me preguntaba quién me lo había dicho, podía comenzar a sospechar. Y no podía dejar que nadie más lo supiera.

Vivía en aquella casa y no sabía quienes lo sabían. Solo estaba enterada de Louis, pero no estaba segura de los demás.

— No quiero que dejes de tallar— susurré.

Su cara de sorpresa me hizo sonreír un poco.

— Charlotte, Crisa y mamá son las que más quieren que lo deje— sonrió hacia mi— Nadie me había dicho que no lo dejara de hacer.

Le saqué la lengua ante lo burlón que sonó eso. Pero dejé de reír con él cuando levanté la mirada hacia las mesas de té. Ahora estaba solamente papá, y desde su lugar podía ver con claridad hacia donde yo estaba. Se le notaba a leguas que estaba molesto y su ceño fruncido lo dejaba claro. Con cuidado de que Izan no se diera cuenta volví a verlo y me puse de pie.

— Si vez que llega alguno de mis hermanos a buscarme le dices que me fuí a dar una ducha.

Como siempre hacía después de que la mirada de papá me hacía sentir de ese modo.

No esperé que me respondiera, simplemente salí de allí, encontré la salida del laberinto y entré a casa sin mirar a papá. No me llamó y no dijo nada, pero yo sabía lo que eso significaba.

Perdida entre la perfecta imperfección Donde viven las historias. Descúbrelo ahora