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— Eso debería bastar.

La doctora se había encargado de mi herida, que ahora era una ampolla enorme de color rojo. Me dolía una barbaridad pero la doctora se encargó de darme unos analgésicos para el dolor y la pomada para ponerla cada tanto. Lo único malo de los analgésicos es que me dan mucho sueño.

— Estará bien señor Maklafferdie.

Papá no dejaba de dar vueltas en mi habitación, completamente inquieto. Suspiré y me acomodé en mi cama. Algo me decía que no saldría de allí en un buen rato. O días.

— ¿Dejará marca?

Eso es lo único que sale de la boca de papá. Debería habérmelo imaginado, después de todo, a él lo único que le importa es que mi piel esté perfecta. La doctora lo mira con el ceño fruncido, como si esa pregunta le molestara bastante más a ella que a mí, pero no lo menciona. En su lugar se agacha para terminar de recoger todas sus cosas con mala cara. Nunca le a gustado la manera en la que papá nos trata. Muchas veces a tenido que venir a altas horas de la noche solo porque las palizas de papá se vuelven más fuertes cada vez, y con eso logra dejarnos heridas horribles, heridas que solo ella y la doctora Sandra han podido curar. Aunque no le importa venir a mitad de la noche. Es una señora de cuarenta y tantos años y no tiene hijos ni está casada.

— Por el tamaño y lo sensible que es la piel de Zibá es lo más probable— contesta cuando ya se ha puesto de pie— Aunque es díficil saberlo ahora.

— ¿No sabe nada de la doctora Green?

Yo tambien me preguntaba lo mismo. Hace unos días atrás era la visita de los doctores, pero ella no apareció. Ni siquiera responde las llamadas de mi padre y eso me está preocupando. Papá no quiere que tome las pastillas anticonceptivas porque mis hermanas pasan tiempo en mi habitación y pueden ver las cajas. Por lo cual, solo me quedan las inyecciones.

Pero la doctora no a venido.

Y no me la pudo poner.

Papá no me a tocado desde entonces. Ha pasado una semana. Pero sé que no tardará en hacerlo. Mamá no ha venido desde hace un mes entero. No sé si se peleó con papá— cosa que pasa muy seguido últimamente— pero en estos momentos si quiero que esté en casa. Al menos así no estaré tan preocupada.

— Gracias por venir doctora— digo cuando veo que ya se va. Le doy una pequeña sonrisa la cual ella me devuelve con más ganas.

— No te preocupes querida. Sé que duele pero no olvides cambiar la venda y ponerte la crema. Evita mojarla a toda costa.

Hago una mueca que la hace reír. Cuando me estaba curando y pasó los dedos sobre las ampollas se sintió horrible. Dolió tanto que le arrugue la camisa a papá después de tanto apretarla con las manos. Papá sale con ella, pero antes de cerrar la puerta, se voltea a verme.

— Tengo trabajo— asiento— Intentaré llamar a la doctora Green, le diré a Arantza que venga contigo.

Tal y como dijo, un rato después tengo un libro en manos mientras Arantza me cepilla el cabello. Hay algo reconfortante en cómo lo hace. Me viene a la mente cuando mamá lo hacía, con paciencia y cariño. Todo eso cambió cuando cumplí los cinco años y papá se volvió loco.

— Me encanta tu cabello— murmura mi hermana, enganchada en la tarea— Recuerdo cuando llegaste. Lo tenías corto pero bastante liso y brillante.

Cuando llegué.

Otra anécdota de la enorme familia Maklafferdie.

Nosotros no nacimos en esta ciudad. Nacimos en otra, una que no está muy lejos pero tampoco se encuentra cerca. Mamá trabajaba aún estando embarazada y papá no tenía tanto tiempo como para estar con ella. Así que él se quedaba aquí con mis hermanos mayores y sus niñeras— cuando las requirieron— mientras que ella vivía y trabajaba en otra ciudad. Luego de nuestro nacimiento, esperaba un tiempo y luego nos traía, para que los que ya estaban grandes conocieran al recién nacido. Según lo que me han contado mis hermanos, yo llegué a esta casa teniendo un año de edad.

Perdida entre la perfecta imperfección Donde viven las historias. Descúbrelo ahora