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Me es díficil incluso el respirar estando parada en este lugar. La noche cayó hace mucho y el frío del pasillo me hiela los pies descalzos. Los he dejado así para no hacer ruido, pero viendo que son la una de la madrugada dudo mucho que alguno de mis hermanos esté despierto y por tanto, que la idea de andar por ahí descalza sea una estupidez.

Solo uno de ellos lo está y la leve pero notoria luz que se cuela por debajo de su puerta lo delata.

Por la tarde, Charlotte no pudo mover ni un solo músculo de su cuerpo sino hasta después que los gritos cesaron y salió casi corriendo. Kia y Arlo se fueron llevándose a Rose y a Donald con ellos y mis otros hermanos se quedaron abajo, lo más lejos de papá como fuera posible. Pues claro. Nadie. Nunca. Hacía. Nada.

Supongo que el miedo nos gana a todos en ocasiones como esas. Parezco idiota diciendo que nadie nunca hace nada cuando el miedo me cala a mi también. Es horrible la cruda realidad en la que tenemos que vivir. Suspiro y me tallo los brazos con mis manos para proporcionarme un poco de calor, pero resulta inútil. La calefacción no está tan alta como me gustaría. Sigo con la cabeza gacha, observando la luz que se escapa por la delgada rendija de la puerta, corriendo el riesgo de que alguien salga de su habitación y me encuentre allí como fantasma. Miro hacia el final del pasillo, justo donde conecta con las escaleras y el otro pasillo en dónde está la habitación de papá. En total son tres pasillos, y el último conecta con otra pequeña escalera que lleva al tercer piso, donde casi nadie va.

Pero eso no importa en realidad. Lo que me tiene parada en medio del pasillo con este horrible frío no son los maravillosos y polvorientos pasillos de la mansión Maklafferdie, sino la indecisión sobre tocar la puerta de Izan o no. Estoy más que enterada de que después de lo que papá le hizo, Ryan acudió a su ayuda. Siempre había otro que nos ayudaba cuando pasaba eso, es solo que la impresión me congeló tanto por el momento que esa persona que ayudó a Izan... No fuí yo. Y es justo por eso que me encuentro descalza, con el cabello suelto y alborotado, en un pijama de shorts de seda y camisa de tirantes del mismo material delante de su puerta sin ser capaz de tocar o entrar.

¿Como reaccionará cuando me vea? ¿Qué me dirá? ¿Querrá verme siquera, o me dirá que me largue porque cuando nesecitaba mi ayuda no fuí capaz de dársela?

Con todas esas preguntas martillando mi cabeza y la indecisión abrazando mi pecho, levanto la mano y con suavidad doy un toque con los nudillos, espero un momento y doy otro, y por último, dos toques seguidos. Desde que éramos pequeños, ambos nos salíamos de nuestra habitación para meternos en la del otro; ya fuera por una pesadilla o por la soledad. A veces lo hacíamos tan tarde que ese toque en la puerta se convirtió en algo así como un aviso de que el otro andaba cerca. Metí la mano de nuevo debajo de mi axila y esperé.

Poco a poco la silueta de su sombra se dibujó delante de la luz y un momento después la puerta de abrió con cuidado. Izan no salió por completo, solo se asomó y me observó durante un instante que me pareció más largo que el tiempo que llevaba ahí parada. Sus brillantes ojos pasaron a mis pies descalzos, sin expresión alguna en su cara que me dejara entrever qué era lo que estaba sintiendo en ese momento. Aunque recordando qué fué lo que pasó en la tarde, sabía a la perfección lo que sentía, pese que su rostro no lo demostraba. Arrastró sus ojos perezosos por mis piernas desnudas, pasó por mi cadera, mi torso, mis brazos, mi clavícula, cuello y así hasta que llegó de nuevo a mis ojos. Su cabeza salió aún más solo para echar una ojeada al pasillo. Al notar que estaba vacío, volvió a mirarme, pero con una mueca en la cara y empezamos a hablar en susurros.

— Vete a dormir.

Su tono no me sorprendió tanto como debería de haberlo echo. En vez de seguir su orden, crucé mis pies porque el frío me estaba matando y le contesté:

Perdida entre la perfecta imperfección Donde viven las historias. Descúbrelo ahora